domingo, 27 de abril de 2014

Capítulo 4. Viaje por las sombras.

Desde su celda, Brine vislumbra la luna rielando sobre las blancas crestas de las pequeñas olas que rompen, sin fuerza, en la orilla. Suspirando, se acuerda de la confortable cama que tenía en casa de Lorriend y echando una mirada despectiva a su rígido catre, sigue contemplando el paisaje desde su enrejada ventana.
Dándose la vuelta, reflexiona sobre su situación. Está encerrado, con el hermético carcelero que le lleva la comida dos veces al día como único contacto con el exterior. No tiene amigos entre los guardias y ni siquiera su hermano le echará de menos, ya que le había advertido de que no iba a poder visitarle en una temporada. Supone que Lorriend estará tratando de sacarle de allí o, al menos, buscando pruebas de que realmente es inocente.
Si tan solo consiguiera filtrar un mensaje hasta el exterior… Sumido en estas reflexiones, Brine no escucha cómo se abre la puerta exterior de los calabozos. Vuelve a la realidad abruptamente cuando alguien le chista desde el otro lado de los barrotes de su celda.
-¡Lorriend! ¿Qué haces aquí? –susurra con sorpresa el mayordomo-.
-He conseguido que el comisario me conceda unos minutos, así que hemos de darnos prisa. ¿Mataste tú a Claudia?
-¡Por supuesto que no!
-Está bien, lo siento. Tenía que preguntar. Dijiste que habías limpiado toda la escena del secuestro, ¿no?
-Sí, y antes de que me preguntes, no. No sé cómo llegó esa sangre hasta allí. Alguien está tratando de inculparme, y solo hay una persona que pudiera tener algún interés en hacerlo: Érebo.
-Tienes razón, pero no entiendo qué ganaría con eso.
-Yo tampoco… Pero ha tenido que ser él.
-Bueno, investigaré por esa línea, aunque no creo que consiga mucho –dice con expresión entristecida el detective-. ¿Hay alguien a quien deba avisar de que estás aquí?
-No. Bueno… sí. Está mi hermano. O hermanastro más bien, ya que aunque nuestro padre es el mismo, no es ese el caso de nuestra madre. Trabaja en el prostíbulo La Rosa Roja. Creo que lo conoces…
-Sí, claro que lo conozco. ¿Cómo se llama?
-Se llama Felt Bombouille.
-De acuerdo, iré a avisarle de lo que está pasando mañana mismo. Ahora he de irme –añade al escuchar unos fuertes golpes en la puerta-. Si consigues acordarte de algo que crees que pueda ser relevante para la investigación, pide papel y pluma al carcelero, tiene orden de dártelo. Después, él se hará cargo de hacerme llegar la nota.
-Muchas gracias, Lorriend.
-Adiós.
Sin mirar atrás, el detective se aleja de la celda. Cuando escucha el golpe que produce la puerta al cerrarse, Brine se tumba en el catre y cierra los ojos.
Nota cómo su conciencia se desvanece pero no cae en un pozo de oscuridad, si no que se aleja caminando por la calle que discurre, recta como una flecha, dondequiera que se encuentre hasta más allá de donde se pierde la vista. . La recorre en silencio, mientras la quietud de la noche sin luna se adueña de cada calle y cada plaza. El silencio, sobrecogedor, invade la ciudad. Se ve una única figura por la calle. Embutida en mantos negros que se arrastran por el suelo, el ente se desliza sobre los adoquines, húmedos por la helada nocturna.
El ser, ignorando la presencia de Brine, sigue su camino. Bruscamente, se detiene y mira en derredor. Parece que no ve nada fuera de lo normal, pero acelera su deslizar, aumentando así el sonido de la tela al rozar el suelo. Brine decide seguirle, ya que se encuentra perdido. Aunque sabe, con esa seguridad que solo proporcionan los sueños, que se encuentra en su ciudad, no es capaz de orientarse ni reconocer ningún edificio ni calle.
Ya se ve, a lo lejos, desaparecer la túnica negra. Brine echa a correr, y llega a tiempo para ver cómo el ente atraviesa limpiamente una pared, como si esta no existiera. Con cautela, Brine se acerca con el objetivo de reconocer esa pared. Al rozarla con su mano, le parece sólida y rugosa como cualquier pared, pero al ejercer un poco más de presión su mano se hunde en los ladrillos como si no fueran más que una cortina hecha de un espeso humo.
Convencido ya de que realmente es un sueño, se dispone a seguir al ente que se alejaba cuando una poderosa voz femenina truena en su mente mientras una mujer se materializa ante sus ojos:
«Estás en el Reino de los Sueños, mortal, y yo soy Oniria, ama y señora de este lugar sagrado donde no existen los imposibles. Aquí es donde han nacido las mayores ideas, siempre como locuras. Es donde los cuerdos se vuelven locos y los locos se vuelven genios. Pero tú no estás aquí por eso. Estás aquí porque el sueño es la primera de las cuatro puertas que has de atravesar, pero te advierto que en cada una de las puertas te enfrentarás a peligros que quizá no puedas superar. Mucha suerte, Brine. Te esperaré aquí, para seguir enseñándote los secretos de la mente.»
Mientras la mujer vuelve a desvanecerse, a Brine le da tiempo a observarla durante un instante: es alta, con un cuerpo que haría enloquecer a cualquier hombre, hermosa como solo puede serlo alguien en un sueño, con ojos cambiantes y pelo largo de diferentes colores, pasando por todos los tonos que pueda soñar cualquier humano. Pero, en su obnubilada mente, Brine se da cuenta de una cosa: no se puede apreciar su contorno, pues es borroso, como si de tan hermosa que es, no se pudiera enfocar correctamente la vista. Una sonrisa aletea en los labios de Oniria antes de desvanecerse. Cuando la mujer se ha ido, Brine se da cuenta de que su presencia iluminaba su entorno y, a su marcha, se queda rodeado de sombras y miedo. Entonces es asaltado por una pesadilla.

-Despierta, escoria. Aquí tienes tu basura de desayuno.
Sin esperar respuesta, el desagradable carcelero se da la vuelta riéndose y cierra con llave la puerta. Con un suspiro de resignación, Brine mira su pobre desayuno: un mendrugo de pan duro, un líquido que quizá en su día fuera leche y una pasta marrón grisácea que se supone que son gachas. “Al menos es mejor que mi sueño” piensa mientras se frota los ojos para despabilarse. Al recordarlo se estremece y, por primera vez desde que está encerrado, se lanza gustoso a por la comida en busca del olvido que esta puede proporcionarle.
Reteniendo las náuseas, Brine consigue tragar el desayuno. Cuando ha acallado los rugidos de su estómago, por fin comienza a pensar. Sabe que esa noche ha pasado algo importante, pero no está seguro de qué ha sido.
Tratando de recordar, Brine se abstrae y sueña despierto. Y es ahí, en el reino de Oniria, donde recuerda y se le revela el significado de su pesadilla.

-Pero no lo entiendo. ¿Por qué no puede ponerle en libertad bajo fianza, la condicional o un arresto domiciliario o las tres cosas? –pregunta Lorriend-.
-Porque no puedo. El juez ha determinado que ha de quedarse en los calabozos bajo estrecha vigilancia y sin comunicación con el exterior. Ya me he arriesgado bastante al dejarle entrar a usted. Si el juez se enterara, podría suspenderme.
-Está bien… Siento las molestias. Buenas tardes, capitán Gaminié.
-Buenas tardes.

Volviendo a su casa, Lorriend va pensando, a sus anchas en la calle vacía en mitad de la noche, cuando un escalofrío le recorre la espalda y nota posarse sobre su espalda la mirada de alguien. Observa con disimulo su alrededor pero no ve nada ni a nadie. Encogiéndose de hombros, decide que han debido ser imaginaciones suyas. Sigue caminando, abstrayéndose de nuevo. En un momento determinado, cuando dobla una esquina, esa sensación de estar siendo observado desaparece.
Cuando llega a la puerta de su casa, la cruza y cierra tras de sí a toda velocidad. Con la paranoia como acompañante corre hacia las escaleras derribando, en su prisa, a una de sus doncellas. Una vez en su habitación, trata de serenarse. “¿Qué acaba de pasar?” piensa. Sabe que alguien estaba siguiéndole, una presencia que, quizá, no sea de este mundo. Sus piernas tiemblan y su mente se estremece al evocar el poder que desprendía el mero contacto de la mirada de ese ser que le perseguía.
Lorriend sale de su habitación, tratando aún de calmarse. Se dirige hacia la sala para tomarse una copa.
Con el vaso de cristal en la mano, coge una botella que porta un líquido ambarino. Al abrirla, un olor ligeramente ardiente se diluye en el aire, un tanto cargado debido al fuego que ruge en la chimenea, de la habitación. Cuando está ya apurando la copa, se acuerda de la doncella que derribó al llegar a casa.
De camino a la cocina para disculparse, Lorriend escucha una conversación entre el ama de llaves y el mayordomo:
-Desde que ese tipo vino aquí, no han sucedido más que desgracias.
-Tienes razón. Además, lo único de lo que nos sirve a nosotros es para tener más trabajo. Pero hay que obedecer al señor, siempre se ha portado muy bien con nosotros.
-Hasta ahora… Antes, al volver a casa casi mata a Mia al tirarla por las escaleras.
-Seguro que fue sin querer…
-Pero ni siquiera se disculpó. No, desde que llegó ese mayordomo con ínfulas, el señor  Dislarck no es el mismo. Tenemos que conseguir que lo eche de aquí, tenemos que denunciarle a la policía, aunque nos tengamos que inventar los argumentos.
-Pero Lorriend ha dicho que no digamos nada. Si se entera, nos despedirá.
-No. Estoy segura de que se dará cuenta de que lo hacemos por su bien. ¿No crees?
-Puede ser, pero me siento un tanto reacio a traicionar su confianza.
-Te contaré un secreto, pero prométeme que no se lo contarás a nadie, ¿de acuerdo?
-Está bien.
-¿Te acuerdas aquel tipo de negro tan raro que vino la semana pasada? Pues esta tarde, cuando el señor estaba en comisaría, ha vuelto. Me ha dado esta bolsa de dinero –en ese momento se escucha el tintineo de una gran cantidad de monedas al ser agitadas- con la única condición de que dejemos la puerta sin cerrar esta noche para poder incriminar con algo, no sé exactamente qué, a ese Brine.
-No, Odette. Eso es demasiado. No pienso permitir que hagas eso. No pienso dejar que permitas la entrada de extraños por mucho dinero que te hayan ofrecido a cambio. Lo siento, Odette.
Lorriend escucha ruidos de pasos acercarse. Se esconde tras una cortina pero los pasos se detienen y nunca llegan a salir de la cocina. Un golpe seco, en cambio, resuena por todo el pasillo que parece ahora más tétrico de lo que lo ha parecido nunca.
Cuando Lorriend sale de su escondite, se asoma a la cocina con precaución. Un charco de sangre refleja la luz que desprende el hogar y una llorosa Odette se acurruca en un rincón, con el cuchillo ensangrentado en la mano. Un pie asoma por detrás de la isleta central de la cocina.
-Por Dios, ¿qué has hecho?
-¡Señor! –Odette alza la cabeza, con lágrimas abriendo surcos en la sangre medio seca de su rostro-. Esto no es lo que parece.
-¡Cállate! Ahora mismo voy a dar parte a la policía. Te pudrirás en la cárcel –dice Lorriend con tal cantidad de veneno en la voz que habría paralizado a la misma muerte-.
Dándose la vuelta, aunque sin bajar la guardia, Lorriend se dirige a la salida. Al alcanzarla, se pone un abrigo y observa, atento, la noche que se cierne sobre Emar. “Ya no puedes confiar en nadie” se dice. Arrebujado en su abrigo, se encamina hacia la comisaría pero, antes siquiera de poder doblar la esquina de su calle, escucha unos pasos detrás de sí. Antes de poder volverse, un objeto duro golpea su cráneo.
Antes de que todo se vuelva negro ve a Odette de pie ante él, con lágrimas corriendo por sus mejillas.

En la oscuridad en la que vive desde hace tiempo, no sabe si han pasado semanas, meses o años. Ya no recuerda otro sonido que no sea el de su propia voz y la voz de los muertos, omnipresente en ese paraje interminable. Siempre caminando hacia la luz pero sin alcanzarla nunca, Claudia siente cada vez más fuerte la llamada de los muertos, que buscan que se una a su canción. Si lo hace pasará a ser uno de ellos, y se niega a eso. Sigue poniendo un pie ante otro, buscando el brillo abrasador que alumbra el horizonte, que parece cada vez más lejano. A este reino de tiniebla no llegan Oniria, Lete ni Mania y no puede buscar refugio en ninguno de ellos.
Sin sentir hambre, sueño o sed cada vez piensa más a menudo en lo bien que se está muerto. Entonces aparecen a su lado los fantasmas de lo que una vez fueron hombres, mujeres y niños y entonan su cántico. Esas voces de ultratumba, hipnóticas, que provocan ecos en la negrura vacía.
Sacudiendo la cabeza, Claudia continúa su camino. No va a permitir que Érebo se salga con la suya. Con perseverancia y lentitud, sigue su camino hacia el albor dorado, ahuyentando con las manos las grises sombras que la acosan.
“Date prisa, Brine. Por favor” piensa Claudia. “Tienes que recordar”. En su soledad, empieza a entonar su propia balada para acallar las voces de los muertos. Una balada que reanima la sangre en sus venas y proporciona calor a su cuerpo, recordándole que aún está vivo.
“En mi reino nada es lo que parece”, resuena la voz que Claudia ha aprendido a temer “y a veces la luz, no es más que oscuridad disfrazada”.
La luz dorada que Claudia perseguía se aproxima entonces a gran velocidad. Cuando llega la envuelve en su calor que, lejos de ser agradable, abrasa sus extremidades y se cuela en su interior. Cuando abre la boca para gritar, el fuego que la rodea se cuela en su interior.
“Pronto te romperás, hija de Aglaia. Ningún hijo del bien ha soportado jamás tanto como tú el poder de la muerte, pero, tarde o temprano, cederás. Y yo estaré preparado para recoger tu cuerpo”.
-No lo conseguirás, hijo de Set. No me doblegaré ante las fuerzas del Caos. Nunca.
Una risa, terrible como la basta negrura de la muerte que la rodea, resuena y se cuela por sus oídos, donde se instala hasta que no lo aguanta más. Y entonces, comienza a gritar. De pronto, el fuego y la voz se apagan.
-Aún no me has vencido, Érebo. Mi madre me concedió el don de la bondad y, aunque pueda parecer estúpido, no desprecies el poder del bien. Pienso aguantar lo suficiente para vencerte.
Una presencia, vestida con hábitos negros, de la que hasta entonces no ha sido consciente se materializa ante su anonadada vista. La insondable oscuridad que los rodea parece brotar de él.
“Siéntete orgullosa, hija de Aglaia. Has vencido una batalla, pero no la guerra. Pronto, tu héroe en el mundo mortal estará muerto y tú le seguirás. Nada de lo que puedas hacer servirá de nada, así que puedes rendirte ahora o luchar hasta el final en busca de que esta absurda historia llegue a buen término. Tú eliges”.
-No dejaré que te hagas con el poder del Caos ni que conviertas el mundo mortal en tu nuevo reino. No puedes vencer a los tres guardianes al mismo tiempo. No si cuentan con mi poder.
“¿Cómo pretendes llegar hasta ellos? No puedes salir de aquí, y no me vencerás. El poder de los muertos es inconmensurable y tu suerte está echada. El Caos pronto gobernará en la tierra de los vivos. Adiós, la próxima vez que nos veamos, tú estarás muerta y yo tendré el poder del que tanto presumes”.
-Eso no va a ser así, ya lo verás. Encontraré la manera de salir de aquí.
Por última vez, la voz resuena en los campos de los muertos:
“¿Cuándo has escuchado que alguien escape de las garras de la muerte?”.
Los muertos vuelven a cantar y la niebla gris que son, la rodea como dándole la bienvenida a su nuevo hogar.
Apretando los dientes, Claudia hace oídos sordos a la canción de los caídos y camina. Camina sin rumbo hacia la oscuridad.


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