Brine está de un extraño buen humor, teniendo en cuenta que la noche
anterior alguien había robado en su alcoba y que le había dejado fuera de
combate. Aun así, con una sonrisa en los labios, se dirige a un local un poco
cochambroso, situado en las afueras de la ciudad.
Va vestido con sencillez, pero aun así su ropa destaca como una hoguera
en la noche rodeada por tanta miseria. Se mueve por callejones oscuros,
situados entre altas casas que se inclinan peligrosamente una hacia otra
tapando toda la luz que pudiera llegar. Cuando sale de la calleja, llega a una
plaza llena de chabolas creadas con todo tipo de desperdicios. Con la cabeza
gacha, el antiguo mayordomo trata de pasar desapercibido mientras atraviesa la
concurrida plaza, pero no lo consigue. Pronto, un grupo de pilluelos comienza a
seguirlo, aunque no se preocupa realmente por ello, mientras la gente lo mira
fijamente y hasta dirigen algún improperio dirigido hacia el asustado
mayordomo.
Cuando llega a la calle, ligeramente más limpia que las que se
encuentran a su alrededor, se da cuenta de que el grupo de chavales le está
dando alcance. Echa a correr y, cuando cree que les ha sacado suficiente
ventaja, se interna en un callejón. El grupo pasa por delante de la boca calle
sin darse cuenta de que han perdido a su víctima.
Brine suspira aliviado y es entonces cuando se da cuenta de que está
frente a su destino: un destartalado edificio que, sin duda, ha conocido
mejores tiempos. A pesar de las malas condiciones en las que se encuentra, el
edificio está sólidamente construido y se puede entrever en sus paredes la
magnificencia que un día desprendió.
Brine palmea su costado con nerviosismo, palpando la bolsa que cuelga
de su cinturón. La bolsa emite un curioso tintineo que hace que Brine mire a su
alrededor por si alguien ha escuchado el apetitoso sonido metálico de las
monedas que porta.
Se encamina hacia la puerta, agarra la aldaba dorada y llama tres
veces. A través de una de las mugrientas ventanas tapadas con cortinas se ve
cómo un infantil y pálido rostro le espía. Brine sonríe, ya más relajado, y
esboza un gesto con la mano a modo de saludo. El infante se aparta de la
ventana y pronto se oye el ruido de la cerradura al girar.
Cuando la puerta se abre, una vaharada de aire cálido y excesivamente
perfumado golpea a Brine con fuerza, aturdiendo su olfato momentáneamente.
-Bienvenido, señor Bombouille. Es un placer tenerle de nuevo con
nosotros –le saluda la voz aguda del niño-. Hacía mucho que no nos honraba con
una visita.
-Es cierto, Pinto –dice el visitante utilizando el apelativo cariñoso
con que nombran al niño a causa de sus pecas-. ¿Puedes ocuparte de esto?
–pregunta tendiendo su abrigo al menudo niño.
-Sí, por supuesto. Se lo dejaré en la sala pequeña, ¿de acuerdo? –dice
mientras desaparece por un arco engalanado con cortinas.
Brine respira profundamente. Mira a su alrededor en parte para
serenarse y en parte para observar los cambios que se han obrado en la casa
desde su última visita. Las mullidas alfombras que pisa son las misma que la
última vez, mismas cortinas de gastado terciopelo rojo y mismos cuadros y
estandartes cuelgan de la pared. En el mayor estandarte de todos se puede
observar a un apuesto caballero mirando en pose desafiante al observador y
sujetando una hermosa rosa roja entre los dientes.
Brine sube por unas gastadas escaleras, hechas con piedra, hasta una
habitación que le resulta familiar. Llama a la puerta y pronto recibe
respuesta:
-¡Adelante! –un hombre de unos veinticinco o treinta años está tumbado
en la cama, a pesar del cargado y caldeado ambiente del lugar. Cuando alza la
mirada del enorme libro que está leyendo, una expresión de sorpresa se dibuja
en su semblante-. ¡Hermano! ¡Qué alegría verte! Hacía mucho que no venías por
aquí.
-Sí, Felt, lo siento. He estado bastante ocupado últimamente. Tengo
muchas cosas que contarte. Pero lo primero es lo primero: aquí tienes el dinero
que he podido reunir esta temporada. Hay más de lo habitual, pero quizá no
pueda conseguir más durante algún tiempo.
-No pasa nada, es más de lo que cualquier otro hermano habría hecho por
alguien con mi oficio. De todas formas, para tu tranquilidad, últimamente estoy
mejor. Creo que por fin empieza a tener efecto el tratamiento. De hecho, ya he
vuelto a atender a algunos clientes, aunque –añade al ver la horrorizada
expresión de su hermano- solo a los que piden compañía.
-No me gusta que trabajes en este prostíbulo. Me parece denigrante.
Podrías ser lo que quisieras en la vida, pero has elegido esto. Incluso
rechazaste la oportunidad de trabajar conmigo en casa de la señorita Guillard.
Nunca he entendido por qué lo hiciste.
-No había sitio para el hermano pequeño en esa casa. Además, me gusta
esto y me siento bien haciéndolo. Pero cuéntame qué es eso que te preocupa.
Después de referirle todo lo que le ha sucedido durante los últimos
días, Brine acaba con la frase:
-Para encontrar a Claudia, voy a necesitar la ayuda del detective
Dislarck.
-¿Cómo piensas pagarle? Por lo que cuentan, tiene unos honorarios muy
elevados. Pero es buena gente, de vez en cuando viene por aquí a hacernos una
“visita”.
-Sí, lo sé. Pero no voy a hacerlo, pagarle me refiero, cuando le conté la historia se interesó tanto
que hasta me ha invitado a quedarme a su casa. Lo malo es que él cree que soy
como tú porque me ha visto por aquí alguna vez, y creo que por eso me ha dejado
alojarme en su casa. El otro día hasta me hizo una… proposición.
A punto de reventar de risa, su hermano le contesta:
-Bueno, siempre puedes hacerle algún “favor” a cambio de sus servicios.
¿No me decías antes que querías que trabajásemos juntos? Pues así ya tendríamos
la misma profesión.
-Te crees muy gracioso, ¿verdad? –dice el ex mayordomo mientras dirige
una mirada furibunda contra su hermano-. Te vas a enterar.
Los dos hermanos se enzarzan en una pelea que acaba con el mayordomo
sentado encima de su hermano.
-Por eso me gusta venir aquí, haces que se me olviden todas las
preocupaciones, aunque sea solo por un rato.
-Para eso estamos los hermanos.
Justo en ese momento, una violenta tos se apodera de Felt,
convulsionando su cuerpo y haciendo que Brine dé con el suyo en el suelo.
Cuando el ataque termina, Felt se levanta a por un poco de agua, que escupe en
una jofaina, dejándola ligeramente tintada de rosa.
-¿Estás bien?
-Vete, por favor. Sabes que odio que me veas así.
Apenado, Brine se dirige a la puerta y, tras cruzarla, cierra a sus
espaldas. Escucha, por encima de los ruidos del burdel, el llanto quedo de su
hermano y una lágrima comienza su descenso por la mejilla del mayordomo
mientras recuerda…
-¿Se va a poner bien, doctor?
-Mira, Brine. Voy a serte
sincero: tiene muy mala pinta. Calculo que sobreviva durante uno o dos meses
más. Te voy a recetar, sin embargo, estas pastillas que quizá funcionen. Tienen
más o menos un cincuenta por ciento de posibilidades de curarlo, pero si lo
consiguen, será para toda su vida. Si sobrevive a estos meses que vienen…
probablemente se cure. Pero te advierto que hasta que eso suceda, si sucede, va
a ser una época terrible.
Entregándole una bolsa con
pastillas, el médico le dice:
-Que se tome una con cada comida.
Cuando esas se acaben, pueden comprar más en esta dirección –indica mientras
saca una tarjeta con una dirección escrita y la deposita en la palma abierta
del mayordomo.
-Muchas gracias por todo, doctor.
Cuando el médico se ha alejado,
Brine respira profundamente y entra a la habitación con una sonrisa:
-Buenas noticias, el médico dice
que te vas a poner bien pero que debes tomar estas pastillas para acelerar el
proceso.
-Odio las medicinas, ya lo sabes
–dice Felt mientras pone una expresión angustiada.
-Pero has de tomártelas, y punto.
Una nueva lágrima rueda por la mejilla del mayordomo mientras salta a
otro recuerdo, más reciente.
Felt se convulsiona sobre una
jofaina con agua. La violenta tos hace temblar su cuerpo enfebrecido. El agua,
transparente al principio, está ahora teñida de color rojo intenso.
-¡Vete! –dice entre toses- ¡fuera
de aquí! Que nadie entre, que nadie me vea así. Debemos mantener esto en
secreto o me echarán. Por favor, hermano, guarda el secreto. Por mí.
-Está bien, pero comprométete a
que no vas a atender a ningún cliente más hasta que te recuperes.
-Te lo prometo. Y ahora vete, por
favor. No quiero que nadie me vea así y mucho menos tú.
Dando rienda suelta a su impotencia, Brine rompe a llorar pero cuando
escucha un ruido a su espalda se enjuga discretamente las lágrimas.
-Bueno, hermano. Ya estoy mejor. Estoy seguro de que tienes muchas
cosas que hacer, así que te acompañaré a la puerta, ¿de acuerdo? –le pregunta
con una amplia sonrisa en su rostro.
Sin embargo, Brine no se fija en la sonrisa, sino en la sangre que ha
quedado depositada en los dientes de su hermano.
Tras despedirse, Brine mira al cielo. Por la cantidad de luz, calcula
que ya puede volver a casa. Comienza a pasear, ahora más tranquilo debido a que
se ha quitado el peso de las monedas.
Trata de no pensar en su hermano, pero una y otra vez le viene a la
cabeza la imagen de Felt inclinado sobre el agua turbia y sanguinolenta.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Brine aparta esos pensamientos de su mente y
trata de pensar en otras cosas.
Pronto, sus pensamientos vuelan hasta Érebo y el robo sufrido la noche
anterior. Piensa en qué podría contener la carta que fuera tan importante como
para entrar en la casa de su anfitrión. Se pregunta, además, cómo consiguió
entrar, pues sin duda la puerta debía de estar cerrada con llave.
En estas cábalas, Brine no se da cuenta de que ha llegado a una parte
más limpia de la ciudad hasta que tropieza con una piedra un poco suelta del
pavimento, lo que causa su regreso inmediato a la realidad.
Un guardia le está mirando fijamente, con el ceño fruncido en señal de
concentración. Brine, ignorante de que la policía está buscándolo, sigue
andando tranquilamente. Pronto, sin embargo, se da cuenta de que el guardia le
sigue a cierta distancia pero sin perderle nunca de vista.
Tratando de despistarle, Brine toma atajos, gira en dirección opuesta a
la que le convendría, acelera el paso y, en definitiva, hace lo que puede para
tratar de entorpecer el seguimiento. Cuando se está acercando ya a casa del
detective y cree que ha despistado al guardia, este reaparece detrás de él, más
cerca que antes.
En un intento desesperado de librarse de su perseguidor, Brine se
interna en un callejón que conoce bien. Corre hacia el fondo, donde parece
haber una pared sólida. Sin dificultad, Brine la escala.
Esa pared tiene un truco que, afortunadamente, Brine aprendió en su
juventud: cuando se mira, parece ser una pared sólida y lisa pero, cuando se
trata de escalarla se nota rápidamente que, aplicando una ligera presión sobre la
superficie, esta puede amoldarse. Así, se facilita la ascensión posibilitando
el dar esquinazo a los perseguidores.
Suspirando aliviado, Brine se encamina más tranquilo hacia la mansión
que le sirve como residencia. Cuando se encuentra tan solo a unos cien metros
de distancia, se encuentra al ama de llaves del detective que le dice:
-Ni se le ocurra entrar en la casa. Está llena de policías.
-¿Y qué? Eso es lo que queríamos: la ayuda de la policía.
-Calle y escuche. Le están buscando a usted. Han descubierto pruebas de
que ha sido usted el artífice del asesinato de la señorita Guillard, por eso no
puede entrar. Debe irse a otro sitio. El señor me ha pedido que le diga que
puede ir al apartamento que tiene en las afueras. Aquí tiene la llave y la
dirección –dice el ama de llaves mientras le tiene una enorme llave y un papel
con unos garabatos escritos a toda velocidad-. Le avisará cuando sea seguro que
vuelva aquí.
-Es una estupidez eso de que yo he matado a Claudia. Ahora mismo voy a
hablar con los agentes para aclarar este entuerto.
Haciendo caso omiso de las protestas del ama de llaves, Brine se dirige
con aplomo a la puerta de la mansión. Golpea la puerta fuertemente con el puño
hasta que le abren.
Uno de los sirvientes de Lorriend abre la puerta y esboza una expresión
de terror. Trata de hacer gestos para indicar a Brine que se marche, pero este,
ignorándolo, se abre camino hasta la pequeña y acogedora sala de estar.
Salen del interior de la estancia voces, aunque no son lo
suficientemente altas como para entender lo que están diciendo. Con un suspiro,
preparándose para una discusión, Brine abre la puerta. Todos los comensales que
están en la estancia se giran, para ver quién es el que entra sin llamar, con
una sonrisa que se congela en sus rostros al ver a Brine.
Brine reconoce al capitán Gaminié y a Lorriend pero no tiene ni idea de
quiénes pueden ser los otros dos hombres. Sin duda son subalternos del capitán,
que se quedan rígidos en sus posiciones, esperando una orden.
Cuando Brine mira a Lorriend, observa cómo la afable sonrisa que había
pintada en su rostro se torna en un rictus de congoja ante su aparición. Ve,
también, cómo gesticula con los labios, aunque no logra comprender qué es lo
que intenta decirle.
-¡DETENEDLE! –grita el capitán.
Es entonces cuando sus hombres saltan hacia el intruso y, en un
momento, Brine se encuentra inmovilizado contra el suelo y con una rodilla
presionando su espalda.
-¡Guardias! ¡Guardias! –se escucha gritar al capitán-.
Un tropel de pasos se escucha en la distancia, haciendo temblar
levemente el suelo contra el que Brine tiene apoyada la mejilla. Cuando
penetran por la entrada a la habitación, los guardias se quedan quietos
observando la estrafalaria escena.
-¿Qué hacéis ahí parados? Lleváoslo a comisaría –ordena el capitán.
Rápidamente, sus hombres obedecen. Forman un círculo en torno al
mayordomo para impedir que escape. Arrastrando los pies y con la cabeza gacha,
Brine piensa cómo va a librarse de ese embrollo.
Una vez en la comisaría, encierran a Brine en una celda individual que
cuenta tan solo con un catre, un orinal y una jarra de agua. Con el ánimo por
los suelos, Brine se sienta en el catre. Ahora, al menos, tendrá mucho tiempo
para pensar cómo escapar de allí.
Rondando su mente esos pensamientos, no se da cuenta de que, en la
sombra de la habitación, una sonrisa fantasmal nace bajo una capucha negra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario