-Señor Dislarck, la señorita Guillard ha sido asesinada y he perdido su
cadáver. No, así va a creer que estoy tomándole el pelo…
»Lorriend, necesito su ayuda. Ayer por la noche, cuando me oyó gritar,
no fue porque me hubiera quemado. Fue porque encontré a la señorita Guillard
muerta en su habitación. Y encontré esto –dice mientras aprieta un documento,
enrollado, en su puño-. Sí, creo que voy a decir eso.
El señor Bombouille se dispone a llamar a la puerta cuando esta se abre
y se encuentra de frente con un Lorriend todavía en pijama y bata, incluso con
el gorro de dormir todavía puesto.
-Oh, señor Bombouille. ¿Quería usted algo?
-Em… sí, detective. Me gustaría contarle unos sucesos acaecidos ayer
por la noche, si tiene usted un momento.
-Por supuesto que tengo un momento, siempre que sea solo uno –dice con
una sonrisa-. Pase, por favor.
El mayordomo, engalanado con su mejor traje, sigue a un detective que
tiene un aire somnoliento, posiblemente potenciado por el balanceo de la borla
de su gorro de dormir. Cuando atraviesan el umbral de la puerta, el señor
Bombouille se queda ligeramente desorientado por el repentino cambio en la
cantidad de luz. Esta pausa le permite observar la habitación, cuando sus ojos
se habitúan a la suave penumbra: es una habitación espaciosa, con un suelo de
piedra cubierto por una lujosa alfombra y un techo alto del que cuelga una
preciosa lámpara de araña con cientos de colgantes del más puro cristal.
Cubriendo las paredes hay unos hermosos cuadros que escenifican diversas
escenas del Antiguo Testamento, así como unos tapices con el blasón de la
familia Dislarck. Por lo demás, la estancia no destaca por su opulencia: no hay
más que un perchero del que cuelgan varios sombreros y capas y una gran cómoda.
El señor Bombouille supone que es una especie de mueble bar o, al menos una
parte, lo es.
-Sígame, por favor, Brine. Hay que subir las escaleras, así que tenga
cuidado que están limpiándolas y quizá estén resbaladizas.
-Descuide, Lorriend. Tengo experiencia con fregar escaleras –murmura el
mayordomo con nerviosismo.
El tranquilo detective, con su bata ondeando tras él, sube pausadamente
con un cada vez más impaciente Brine pisándole los talones. Cuando llegaron a
la estancia a la que se dirigían, Brine se detuvo con una expresión de
perplejidad, dejando de lado por un momento el preocupante tema que lo llevaba
allí.
Estaban en una habitación que no destacaba por su tamaño pero sí por su
decoración. Aunque a primera vista pudiera parecer relativamente austera, para
los entrenados ojos del mayordomo, era evidente que la decoración debería estar
en un museo. Allí había monedas, jarrones, lámparas de pie y de mesita, sillas,
mesas, cómodas, secréteres y demás mobiliario, todo ello dataría de, por lo
menos unos doscientos años de antigüedad y estaba prácticamente intacto.
También había tapices, alfombras y blasones similares a los del recibidor pero
con un color más desvaído, como si fueran más antiguos.
Un discreto carraspeo por parte de Lorriend sacó al visitante de su
escrutinio de la estancia. Volviendo a la realidad que le ocupaba, Brine se
dispuso a comenzar su historia pero, antes de que pudiera siquiera tomar aire
para comenzar, fue interrumpido por un golpeteo en la puerta.
-Adelante –dijo el señor de la casa. Cuando la puerta estuvo abierta,
se pudo ver a una hermosa joven cargando con una bandeja de plata con un juego
de té sobre ella-. Ah, Larisse, pasa. Puedes dejar el té en esa mesita de allá.
Larisse, sin decir una palabra, dejó el juego de té, lo sirvió y se
marchó dejando a los dos hombres mirando la puerta, de nuevo cerrada.
-Bueno, creo que ya hemos tenido suficientes interrupciones. Si no le
molesta que me tome el té mientras habla, puede comenzar a narrar la realidad
de lo que pasó anoche.
-¿Cómo dice? –Brine parece estupefacto por lo que acaba de oír-. ¿Cómo
sabe a qué he venido?
-Bueno, uno no se convierte en el mejor detective de la ciudad y, si me
lo permite, de la comarca, dejando que se le escapen cosas tan elementales como
su nerviosismo y que no sabía cómo comenzar esta conversación. Si a eso se le
añade que su excusa de ayer no resultaba demasiado creíble, ya tenemos la combinación
perfecta para una visita inesperada y una explicación de lo que ocurrió ayer.
Pero no quiero aburrirle, así que comience el relato, por favor.
-Está bien –el mayordomo coge aire antes de empezar-. Bueno, como sabe
en la casa de la señorita Guillard siempre han ocurrido cosas extrañas desde
que su familia, en época de su abuela, se mudó allí. Una de esas cosas extrañas
pasó ayer: recibí una generosa cantidad de dinero por dejar entrar a un
desconocido a la casa. En teoría no tendría que haber habido ningún herido,
pero el caso es que a las pocas horas, cuando el individuo ya se había
marchado, subí para llevarle la cena a Claudia. Cuando llegué a su habitación
estaba muerta y la sangre, que comenzaba a coagularse, revelaba que su muerte
había sucedido varias horas atrás. Ese fue el grito que usted escuchó, cuando
descubrí el cadáver de la señorita Guillard. Cuando usted se fue, recogí la
sangre lo mejor que pude, levanté el cuerpo y lo metí en un carruaje. Lo llevé
al cementerio y allí, tratando de enterrar el ataúd en que estaba el cuerpo de
la señorita Guillar, tuve un pequeño accidente y la caja quedó abierta, pero
dentro solo estaba esto –dice, sacando de su manga el pergamino enrollado de la
noche anterior y pasándoselo al detective, que lo coge con cautela-. Cuando vi
que el cuerpo no estaba, volví inmediatamente a la casa.
-Bueno, si no le molesta tengo unas preguntas que hacerle –dice Lorriend,
después de darle un largo trago a su té-. ¿Puedo ofrecerle algo que le ayude a
relajarse?
-Un té estaría bien.
El detective alcanza una taza y sirve de la tetera, envuelta en una
servilleta para conservar el calor, un líquido ambarino que expulsa vaharadas
de vapor al caldeado ambiente de la habitación. Tras pasarle la taza al
mayordomo, comienza el interrogatorio:
-¿Para qué necesitaba usted el dinero, señor Bombouille?
Tras una breve vacilación, el aludido contesta:
-Para ayudar a un familiar que está enfermo.
-¿Qué sabe del hombre que le pagó?
-No mucho. No dejó ver su cara en ningún momento y no dijo su nombre.
Solo su alias: Érebo.
-Bueno, ya es algo. ¿Cuánto dinero le pagó?
-Cien libras de oro, ni una más ni una menos.
-Es una gran cantidad –dice el detective, pensando intensamente-. O
sea, que buscamos a alguien con grandes recursos económicos que se haga llamar
Érebo, aunque dudo que utilice ese nombre públicamente. Quizá ni siquiera lo
utilice y lo eligió exclusivamente para que usted no pudiera encontrarlo
después. No es mucho, ¿recuerda algo más de él?
-Es… extraño. Tenía una forma de caminar muy peculiar. No movía los
pies, iba arrastrándolos por el suelo, sin un solo ruido. También tenía una
especie de aura. A su alrededor se sentía frío y miedo. A veces llegaba olor a
podredumbre, como el que se encuentra en el bosque en otoño, cuando hablaba. A
pesar de que siempre nos encontramos de noche, nunca vi su aliento condensarse.
Y su voz –un perceptible estremecimiento recorre a Brine- era como uñas
arañando una pizarra, como lija sobre piedra. Te hacía pensar en cosas tristes
y espantosas. Además vestía siempre de negro, con una especie de túnica.
-Tratando con un hombre tan siniestro, ¿cómo pudo seguir con su “transacción?
–pregunta el detective Dislarck, marcando unas comillas imaginarias en el aire.
-Bueno, yo realmente necesitaba el dinero. Y me prometió que no habría
heridos. Si hubiera sabido lo que iba a hacer, nunca lo habría permitido.
-Como fuere, el daño ya está hecho. Pero, ¿por qué cargó el cuerpo de
la joven Claudia para esconderlo?
-¿Quién cree usted que contrataría a un mayordomo sospechoso de
asesinato? Porque ambos sabemos que me habrían acusado a mí del homicidio.
-Tiene razón. Continuemos.
Tras unas cuantas preguntas más, y unas cuantas tazas de té también,
Brine y Lorriend quedaron en comenzar la investigación de verdad al día
siguiente, para que a ambos les diera tiempo a dejar en orden algunos asuntos.
Cuando salió de la enorme mansión, Brine se vio obligado a entrecerrar
los ojos para protegerse de la cantidad de luz. Cuando se acostumbró, dirigió
sus pasos calle abajo, hacia la comisaría. Entre Lorriend y él, habían decidido
que Brine debía denunciar la desaparición de su señora, pero sin contar nada
más.
Cuando llegó a la comisaría y comunicó la razón por la que estaba allí,
le atendieron enseguida y, cuando terminó de contar la historia que había
preparado (que esa mañana, al despertar, como de costumbre había preparado el
desayuno para su señora y lo había llevado a su habitación. Al ver la cama
hecha, pensó que habría salido temprano a hacer alguna gestión o recado y que
volvería pronto. Pero al ver que las horas pasaban y la señora no daba señales
de ir a regresar, se comenzó a inquietar. Como no había regresado para la hora
de la comida, decidió ir a denunciar su desaparición) juntándola con alguna
lágrima suelta, tartamudeos y temblores de manos, el policía que lo atendía le
prometió que harían todo lo que pudieran.
Satisfecho por su actuación, Lorriend decide ir a hacer unas compras.
Como la casa de Claudia Guillard va a ser investigada, no podrá vivir allí. Por
suerte, Lorriend y él ya habían pensado en eso y habían decidido que el
mayordomo se quedaría como invitado en la casa del detective.
Como compensación, había pensado en ir en busca de un buen vino y,
quizá, algún dulce. Se dirigió hacia la panadería de la esquina, olfateando ya
desde lejos el pan recién horneado, los bollos de canela y el intenso aroma de
los diferentes pasteles y galletas que tenían en exposición.
Después de un rato de examinar minuciosamente cada una de las piezas
que le ofrecían, se decantó por una hermosa tarta de hojaldre con limón, su
preferida. Con el paquete bien envuelto, se encaminó a su siguiente destino: la
mejor bodega de Emar.
Por el camino se iba fijando en la gente y en las calles con una intensidad
que hacía a la gente apartarse de su camino. Se fijó en las fuentes que
adornaban cada esquina, en las hermosas estatuas blancas que adornaban cada
plaza, en los relieves en las fachadas de los edificios, en los adoquines
recalentados por el sol. Imaginaba una historia para cada lugar en que pisaba,
para cada sombra que veía, para cada persona que se cruzaba. “Ese es contable,
esa ha tenido cuatro hijos, ese va hacia su casa tras una jornada de duro
trabajo…” pensaba, después imaginaba cómo se sentiría con su trabajo o con sus
hijos. Imaginaba apasionantes vidas, que harían a las mejores novelas de
aventuras correr avergonzadas a sus estantes.
Y así, distraído como iba, no se fijó en la fría sombra que lo seguía
sin un solo ruido y sin levantar los pies del suelo ni un solo centímetro,
haciendo que la gente se lanzara fuera de su camino a toda velocidad por la
sensación de extrema maldad que percibía.
Tras abandonar la bodega, ya casi de noche cerrada, se apresuró para
llegar a tiempo para su primera cena con su nuevo anfitrión. Con cuidado de no
bambolear en exceso la deliciosa tarta, aceleró el paso hasta ir prácticamente
trotando.
A medida que la oscuridad descendía sobre la ciudad, una sensación de
nerviosismo se acrecentaba en su interior. Comenzó a ver ojos en cada esquina y
a sentir el frío escrutinio de las criaturas de la oscuridad. Diciéndose que no
eran más que pensamientos oscuros, procuró mantenerse tranquilo, aunque aceleró
considerablemente el paso. El bamboleo de la ya descuidada tarta no hizo más
que lograr que hacerle aumentar el pase, ya que cada crujido del papel que la
envolvía le parecía el siniestro paso de un demonio que lo perseguía. Hasta que
no llegó, casi a la carrera, a la puerta de la mansión de Lorriend, no se
sintió seguro. Agarró la aldaba de la puerta y llamó tres veces, con demasiada
fuerza.
Súbitamente, Brine escuchó un ruido a sus espaldas. Se volvió
lentamente, temiendo lo que iba a encontrar. Cuando terminó de darse la vuelta,
escrutó la noche. Le pareció ver una sombra escondiéndose tras una esquina,
pero la repentina aparición de un pájaro en su campo de visión le convenció de
que realmente no había visto nada.
Ese fue el momento que la doncella escogió para abrir la puerta.
Observó con avinagrada expresión al mayordomo, que sonreía aliviado. Dejó pasar
al mayordomo y le recogió el abrigo. Le informó de que la cena estaría lista
diez minutos después y se marchó, haciendo tintinear las llaves que colgaban de
su delantal.
El mayordomo se dirigió a las escaleras que subiera esa mañana, ahora
cubiertas por una cuidada alfombra en vez del agua jabonosa y resbaladiza. Tomó
el pasillo de la izquierda y llegó a una maciza puerta de roble. La atravesó y
se encontró en una caldeada habitación suntuosamente decorada. Pesadas cortinas
cubrían los grandes ventanales de la estancia. Una enorme chimenea en la que
habría cabido de pie de no haber estado encendido el fuego, presidía la
estancia arrojando luz y sombras por toda la habitación. Encima de la chimenea
había un cuadro a tamaño real de alguien vestido con un uniforme militar,
probablemente algún antepasado de Lorriend. Una enorme y mullida cama, tapada
por un dosel de terciopelo, estaba pegada a una pared de la habitación enfrente
del enorme cuadro. A ambos lados de la cama, suaves y mullidas alfombras daban
calidez a la estancia. Otra alfombra, hecha con el pelaje de lo que parecía ser
un tigre, se encontraba delante de la chimenea con un cómodo sillón, apoyado
sobre patas de madera, encima. A su lado se encontraba una hermosa mesa de
caoba, con tallas hechas a mano que representaban diversas escenas de caza, y
una gran botella de whisky metida en hielo encima.
Dos puertas daban a otras estancias de los enormes aposentos. Una daba
al baño, que tenía una jofaina, un retrete y una bañera de porcelana apoyada
sobre patas forjadas en forma de garras. En una pared había una bomba, para
sacar agua, y al lado un hornillo de madera donde calentarla. También había un
espejo y un armario en el que había navajas, espuma de afeitar, perfumes y
cosméticos variados.
La otra puerta, más sólida que la del baño, daba a una enorme estancia,
más grande aún que la habitación, que parecía hacer las veces de despacho, sala
de estar, biblioteca, comedor y sala de reuniones. Una pared estaba cubierta,
desde el suelo hasta el techo, por enormes estanterías que sostenían pesados
tomos. Una gigantesca mesa oval se encontraba rodeada por una docena de sillas
en medio de la habitación. Una mesa cuadrada, más pequeña, estaba cubierta por un mantel de lino blanco
con platos para seis comensales y una fuente con fruta en el centro. Otra
chimenea decoraba una pared. Aunque no era tan grande como la de la habitación,
resultaba imponente. Un sofá de cuero estaba enfrente con una mesa de cristal
entre el fuego y él. Una enorme vitrina estaba apoyada ahí cerca. En ella se
encontraban vajillas, cuberterías y juegos de té y café, así como copas,
soperas y recipientes en general.
Había otra estantería, sin embargo, que había escapado a la mirada del
mayordomo. En la misma pared de la puerta, se encontraban los objetos más
estrambóticos que Brine se podía imaginar: corales, adornos que parecían tribales,
bolas de cristal, huesos, piedras y toda clase de objetos.
Dándose cuenta de que los diez minutos casi habían transcurrido, se
apresuró a la habitación para cambiarse. Abrió el armario de la ropa, que se
encontraba al lado de un biombo para taparse cuando se cambiara, y lo encontró
lleno de las más finas prendas de vestir. Sin saber si eran para él o eran de
otra persona, se arriesgó a coger una camisa y unos pantalones limpios para, al
menos, estar presentable en la cena.
Salió apresuradamente de la habitación, sin olvidarse de la tarta y la
botella, y llegó al comedor justo cuando el reloj daba las ocho. Ya estaba
allí, sin embargo, Lorriend esperándolo.
-La cena está lista, en cuanto tomes asiento comenzaremos –hizo un
ademán hacia el otro extremo de la mesa-.
Sentándose, Brine esperó a que le trajeran el primer plato. Sin
embargo, le trajeron un cuenco con olor a limón. Sin saber qué hacer, miró a su
anfitrión y sonrió nerviosamente. Cuando vió que era para lavarse las manos,
sonrió y le imitó.
Tras retirar el agua, ligeramente oscurecida, le sirvieron una sopa de
verduras que estaba realmente deliciosa. Después llegó un espléndido plato de
cordero con patatas asadas. A pesar de que la cena era sencilla, Brine pronto
quedó saciado por su abundancia. En el momento del postre, mostró la tarta de
limón que, sorprendentemente, no había sufrido daño alguno.
-¿Cómo has sabido que esa tarta es mi favorita? –dijo Lorriend, con un
tono entre sorprendido y agradado.
-No lo sabía –contestó Brine-, pero a todo el mundo le suele gustar y es,
además, mi favorita también.
Entre los dos dieron buena cuenta de la tarta, que estaba realmente
rica. Cuando acabaron, se dirigieron a la sala del piso inferior. Era bastante
pequeña en relación a otras salas de la casa, pero era realmente acogedora con
un alegre fuego en la chimenea y un par de cómodas butacas. Se sentaron y
descorcharon el vino que había traído Brine. Comenzaron a charlar de todo,
hasta que la conversación tomó derroteros que podrían ser peligrosos para ambos
hombres:
-Bueno, Brien. ¿Cómo es que nunca te has casado?
-No he encontrado a la persona adecuada, supongo –la verdad era
bastante más complicada, pero aún no tenía la suficiente confianza con el señor
de la casa como para contárselo-. ¿Y usted?
-Nunca me he sentido atraído por las mujeres –confiesa con desparpajo el
detective-. Mis inclinaciones son más… varoniles.
Aunque está esbozando una sonrisa, la lasciva mirada que envía al
mayordomo hace que este se ponga en guardia.
-¿Qué quiere decir? ¿Es usted un doncel?
-Oh, por supuesto que lo soy. Todos los rumores sobre ese teme acerca
de mí son ciertos. Hace años que decidí dejar de esconder lo que soy. Y sé que
usted también lo es: le he visto varias veces en la casa de citas que los
hombres como nosotros frecuentamos.
-Oh… Bueno, en ese caso no deberé esconderme más. Pero pasemos a otro
tema –dice con evidente incomodidad Brine-. Mañana a primera hora iré a la casa
de la señorita Guillard para recoger algunos de sus papeles, por si pueden
ayudarnos con la investigación ¿Le parece bien? –el mayordomo vuelve
deliberadamente al tratamiento de usted, intentando poner distancia entre el
detective y él mismo.
-Por mí, perfecto. Pero procure que no le vea la policía. Después
vuelva aquí y leeremos juntos esos documentos, a ver qué encontramos. Quién
sabe, quizá encontremos las cartas que Claudia mencionaba en su nota.
Tras un corto periodo de charla insulsa, el mayordomo se retiró a su
habitación aduciendo cansancio. Antes de irse, sin embargo, se acordó de un
detalle:
-Señor Dislarck, ¿la ropa del armario es para mí?
-Por supuesto que lo es. ¿De qué iba a tener yo, si no, un armario
entero lleno de ropa y zapatos de su talla?
-Pues muchas gracias. Por la ropa y por el whisky. Buenas noches.
El mayordomo se movió por el poco iluminado pasillo hasta su puerta.
Cuando entro, cerró la puerta tras de sí. Pensando intensamente, se desnudó y
se acomodó en la cama, entre los almohadones. Pensó en lo que había pasado a lo
largo del día y en cómo había terminado.
Por esos derroteros corría su mente cuando un golpe resonó por toda la
casa. De un salto se levantó y se dirigió a la puerta tras coger el atizador de
la chimenea. Entonces el pomo de la puerta comenzó a girar.
¿El mayordomo y el detective son gays? O.O Eso cambia las cosas...
ResponderEliminarEl capítulo está bastante bien, no sé por qué lo quieres cambiar. Que los protagonistas sean homosexuales es muy original. Y además, el final ha quedado perfecto, o al menos para mi gusto.
Espero que no tardes mucho en subir el siguiente capítulo.
Un besazo!
No voy a desvelar nada, pero la relaci´pn no va a ser tan simple como puede parecer.
EliminarDespués de varios intentos (desastrosos la mayoría de ellos) he decidido dejar el capítulo como está. Mi intención era esa: poner como protagonistas a un sector minoritario de la sociedad que no tenga reconociemiento literario real.
Muchas gracias por tu comentario, espero que te sigas pasando cuando vaya subiendo más posts. Un beso para ti también :)