domingo, 27 de abril de 2014

Capítulo 4. Viaje por las sombras.

Desde su celda, Brine vislumbra la luna rielando sobre las blancas crestas de las pequeñas olas que rompen, sin fuerza, en la orilla. Suspirando, se acuerda de la confortable cama que tenía en casa de Lorriend y echando una mirada despectiva a su rígido catre, sigue contemplando el paisaje desde su enrejada ventana.
Dándose la vuelta, reflexiona sobre su situación. Está encerrado, con el hermético carcelero que le lleva la comida dos veces al día como único contacto con el exterior. No tiene amigos entre los guardias y ni siquiera su hermano le echará de menos, ya que le había advertido de que no iba a poder visitarle en una temporada. Supone que Lorriend estará tratando de sacarle de allí o, al menos, buscando pruebas de que realmente es inocente.
Si tan solo consiguiera filtrar un mensaje hasta el exterior… Sumido en estas reflexiones, Brine no escucha cómo se abre la puerta exterior de los calabozos. Vuelve a la realidad abruptamente cuando alguien le chista desde el otro lado de los barrotes de su celda.
-¡Lorriend! ¿Qué haces aquí? –susurra con sorpresa el mayordomo-.
-He conseguido que el comisario me conceda unos minutos, así que hemos de darnos prisa. ¿Mataste tú a Claudia?
-¡Por supuesto que no!
-Está bien, lo siento. Tenía que preguntar. Dijiste que habías limpiado toda la escena del secuestro, ¿no?
-Sí, y antes de que me preguntes, no. No sé cómo llegó esa sangre hasta allí. Alguien está tratando de inculparme, y solo hay una persona que pudiera tener algún interés en hacerlo: Érebo.
-Tienes razón, pero no entiendo qué ganaría con eso.
-Yo tampoco… Pero ha tenido que ser él.
-Bueno, investigaré por esa línea, aunque no creo que consiga mucho –dice con expresión entristecida el detective-. ¿Hay alguien a quien deba avisar de que estás aquí?
-No. Bueno… sí. Está mi hermano. O hermanastro más bien, ya que aunque nuestro padre es el mismo, no es ese el caso de nuestra madre. Trabaja en el prostíbulo La Rosa Roja. Creo que lo conoces…
-Sí, claro que lo conozco. ¿Cómo se llama?
-Se llama Felt Bombouille.
-De acuerdo, iré a avisarle de lo que está pasando mañana mismo. Ahora he de irme –añade al escuchar unos fuertes golpes en la puerta-. Si consigues acordarte de algo que crees que pueda ser relevante para la investigación, pide papel y pluma al carcelero, tiene orden de dártelo. Después, él se hará cargo de hacerme llegar la nota.
-Muchas gracias, Lorriend.
-Adiós.
Sin mirar atrás, el detective se aleja de la celda. Cuando escucha el golpe que produce la puerta al cerrarse, Brine se tumba en el catre y cierra los ojos.
Nota cómo su conciencia se desvanece pero no cae en un pozo de oscuridad, si no que se aleja caminando por la calle que discurre, recta como una flecha, dondequiera que se encuentre hasta más allá de donde se pierde la vista. . La recorre en silencio, mientras la quietud de la noche sin luna se adueña de cada calle y cada plaza. El silencio, sobrecogedor, invade la ciudad. Se ve una única figura por la calle. Embutida en mantos negros que se arrastran por el suelo, el ente se desliza sobre los adoquines, húmedos por la helada nocturna.
El ser, ignorando la presencia de Brine, sigue su camino. Bruscamente, se detiene y mira en derredor. Parece que no ve nada fuera de lo normal, pero acelera su deslizar, aumentando así el sonido de la tela al rozar el suelo. Brine decide seguirle, ya que se encuentra perdido. Aunque sabe, con esa seguridad que solo proporcionan los sueños, que se encuentra en su ciudad, no es capaz de orientarse ni reconocer ningún edificio ni calle.
Ya se ve, a lo lejos, desaparecer la túnica negra. Brine echa a correr, y llega a tiempo para ver cómo el ente atraviesa limpiamente una pared, como si esta no existiera. Con cautela, Brine se acerca con el objetivo de reconocer esa pared. Al rozarla con su mano, le parece sólida y rugosa como cualquier pared, pero al ejercer un poco más de presión su mano se hunde en los ladrillos como si no fueran más que una cortina hecha de un espeso humo.
Convencido ya de que realmente es un sueño, se dispone a seguir al ente que se alejaba cuando una poderosa voz femenina truena en su mente mientras una mujer se materializa ante sus ojos:
«Estás en el Reino de los Sueños, mortal, y yo soy Oniria, ama y señora de este lugar sagrado donde no existen los imposibles. Aquí es donde han nacido las mayores ideas, siempre como locuras. Es donde los cuerdos se vuelven locos y los locos se vuelven genios. Pero tú no estás aquí por eso. Estás aquí porque el sueño es la primera de las cuatro puertas que has de atravesar, pero te advierto que en cada una de las puertas te enfrentarás a peligros que quizá no puedas superar. Mucha suerte, Brine. Te esperaré aquí, para seguir enseñándote los secretos de la mente.»
Mientras la mujer vuelve a desvanecerse, a Brine le da tiempo a observarla durante un instante: es alta, con un cuerpo que haría enloquecer a cualquier hombre, hermosa como solo puede serlo alguien en un sueño, con ojos cambiantes y pelo largo de diferentes colores, pasando por todos los tonos que pueda soñar cualquier humano. Pero, en su obnubilada mente, Brine se da cuenta de una cosa: no se puede apreciar su contorno, pues es borroso, como si de tan hermosa que es, no se pudiera enfocar correctamente la vista. Una sonrisa aletea en los labios de Oniria antes de desvanecerse. Cuando la mujer se ha ido, Brine se da cuenta de que su presencia iluminaba su entorno y, a su marcha, se queda rodeado de sombras y miedo. Entonces es asaltado por una pesadilla.

-Despierta, escoria. Aquí tienes tu basura de desayuno.
Sin esperar respuesta, el desagradable carcelero se da la vuelta riéndose y cierra con llave la puerta. Con un suspiro de resignación, Brine mira su pobre desayuno: un mendrugo de pan duro, un líquido que quizá en su día fuera leche y una pasta marrón grisácea que se supone que son gachas. “Al menos es mejor que mi sueño” piensa mientras se frota los ojos para despabilarse. Al recordarlo se estremece y, por primera vez desde que está encerrado, se lanza gustoso a por la comida en busca del olvido que esta puede proporcionarle.
Reteniendo las náuseas, Brine consigue tragar el desayuno. Cuando ha acallado los rugidos de su estómago, por fin comienza a pensar. Sabe que esa noche ha pasado algo importante, pero no está seguro de qué ha sido.
Tratando de recordar, Brine se abstrae y sueña despierto. Y es ahí, en el reino de Oniria, donde recuerda y se le revela el significado de su pesadilla.

-Pero no lo entiendo. ¿Por qué no puede ponerle en libertad bajo fianza, la condicional o un arresto domiciliario o las tres cosas? –pregunta Lorriend-.
-Porque no puedo. El juez ha determinado que ha de quedarse en los calabozos bajo estrecha vigilancia y sin comunicación con el exterior. Ya me he arriesgado bastante al dejarle entrar a usted. Si el juez se enterara, podría suspenderme.
-Está bien… Siento las molestias. Buenas tardes, capitán Gaminié.
-Buenas tardes.

Volviendo a su casa, Lorriend va pensando, a sus anchas en la calle vacía en mitad de la noche, cuando un escalofrío le recorre la espalda y nota posarse sobre su espalda la mirada de alguien. Observa con disimulo su alrededor pero no ve nada ni a nadie. Encogiéndose de hombros, decide que han debido ser imaginaciones suyas. Sigue caminando, abstrayéndose de nuevo. En un momento determinado, cuando dobla una esquina, esa sensación de estar siendo observado desaparece.
Cuando llega a la puerta de su casa, la cruza y cierra tras de sí a toda velocidad. Con la paranoia como acompañante corre hacia las escaleras derribando, en su prisa, a una de sus doncellas. Una vez en su habitación, trata de serenarse. “¿Qué acaba de pasar?” piensa. Sabe que alguien estaba siguiéndole, una presencia que, quizá, no sea de este mundo. Sus piernas tiemblan y su mente se estremece al evocar el poder que desprendía el mero contacto de la mirada de ese ser que le perseguía.
Lorriend sale de su habitación, tratando aún de calmarse. Se dirige hacia la sala para tomarse una copa.
Con el vaso de cristal en la mano, coge una botella que porta un líquido ambarino. Al abrirla, un olor ligeramente ardiente se diluye en el aire, un tanto cargado debido al fuego que ruge en la chimenea, de la habitación. Cuando está ya apurando la copa, se acuerda de la doncella que derribó al llegar a casa.
De camino a la cocina para disculparse, Lorriend escucha una conversación entre el ama de llaves y el mayordomo:
-Desde que ese tipo vino aquí, no han sucedido más que desgracias.
-Tienes razón. Además, lo único de lo que nos sirve a nosotros es para tener más trabajo. Pero hay que obedecer al señor, siempre se ha portado muy bien con nosotros.
-Hasta ahora… Antes, al volver a casa casi mata a Mia al tirarla por las escaleras.
-Seguro que fue sin querer…
-Pero ni siquiera se disculpó. No, desde que llegó ese mayordomo con ínfulas, el señor  Dislarck no es el mismo. Tenemos que conseguir que lo eche de aquí, tenemos que denunciarle a la policía, aunque nos tengamos que inventar los argumentos.
-Pero Lorriend ha dicho que no digamos nada. Si se entera, nos despedirá.
-No. Estoy segura de que se dará cuenta de que lo hacemos por su bien. ¿No crees?
-Puede ser, pero me siento un tanto reacio a traicionar su confianza.
-Te contaré un secreto, pero prométeme que no se lo contarás a nadie, ¿de acuerdo?
-Está bien.
-¿Te acuerdas aquel tipo de negro tan raro que vino la semana pasada? Pues esta tarde, cuando el señor estaba en comisaría, ha vuelto. Me ha dado esta bolsa de dinero –en ese momento se escucha el tintineo de una gran cantidad de monedas al ser agitadas- con la única condición de que dejemos la puerta sin cerrar esta noche para poder incriminar con algo, no sé exactamente qué, a ese Brine.
-No, Odette. Eso es demasiado. No pienso permitir que hagas eso. No pienso dejar que permitas la entrada de extraños por mucho dinero que te hayan ofrecido a cambio. Lo siento, Odette.
Lorriend escucha ruidos de pasos acercarse. Se esconde tras una cortina pero los pasos se detienen y nunca llegan a salir de la cocina. Un golpe seco, en cambio, resuena por todo el pasillo que parece ahora más tétrico de lo que lo ha parecido nunca.
Cuando Lorriend sale de su escondite, se asoma a la cocina con precaución. Un charco de sangre refleja la luz que desprende el hogar y una llorosa Odette se acurruca en un rincón, con el cuchillo ensangrentado en la mano. Un pie asoma por detrás de la isleta central de la cocina.
-Por Dios, ¿qué has hecho?
-¡Señor! –Odette alza la cabeza, con lágrimas abriendo surcos en la sangre medio seca de su rostro-. Esto no es lo que parece.
-¡Cállate! Ahora mismo voy a dar parte a la policía. Te pudrirás en la cárcel –dice Lorriend con tal cantidad de veneno en la voz que habría paralizado a la misma muerte-.
Dándose la vuelta, aunque sin bajar la guardia, Lorriend se dirige a la salida. Al alcanzarla, se pone un abrigo y observa, atento, la noche que se cierne sobre Emar. “Ya no puedes confiar en nadie” se dice. Arrebujado en su abrigo, se encamina hacia la comisaría pero, antes siquiera de poder doblar la esquina de su calle, escucha unos pasos detrás de sí. Antes de poder volverse, un objeto duro golpea su cráneo.
Antes de que todo se vuelva negro ve a Odette de pie ante él, con lágrimas corriendo por sus mejillas.

En la oscuridad en la que vive desde hace tiempo, no sabe si han pasado semanas, meses o años. Ya no recuerda otro sonido que no sea el de su propia voz y la voz de los muertos, omnipresente en ese paraje interminable. Siempre caminando hacia la luz pero sin alcanzarla nunca, Claudia siente cada vez más fuerte la llamada de los muertos, que buscan que se una a su canción. Si lo hace pasará a ser uno de ellos, y se niega a eso. Sigue poniendo un pie ante otro, buscando el brillo abrasador que alumbra el horizonte, que parece cada vez más lejano. A este reino de tiniebla no llegan Oniria, Lete ni Mania y no puede buscar refugio en ninguno de ellos.
Sin sentir hambre, sueño o sed cada vez piensa más a menudo en lo bien que se está muerto. Entonces aparecen a su lado los fantasmas de lo que una vez fueron hombres, mujeres y niños y entonan su cántico. Esas voces de ultratumba, hipnóticas, que provocan ecos en la negrura vacía.
Sacudiendo la cabeza, Claudia continúa su camino. No va a permitir que Érebo se salga con la suya. Con perseverancia y lentitud, sigue su camino hacia el albor dorado, ahuyentando con las manos las grises sombras que la acosan.
“Date prisa, Brine. Por favor” piensa Claudia. “Tienes que recordar”. En su soledad, empieza a entonar su propia balada para acallar las voces de los muertos. Una balada que reanima la sangre en sus venas y proporciona calor a su cuerpo, recordándole que aún está vivo.
“En mi reino nada es lo que parece”, resuena la voz que Claudia ha aprendido a temer “y a veces la luz, no es más que oscuridad disfrazada”.
La luz dorada que Claudia perseguía se aproxima entonces a gran velocidad. Cuando llega la envuelve en su calor que, lejos de ser agradable, abrasa sus extremidades y se cuela en su interior. Cuando abre la boca para gritar, el fuego que la rodea se cuela en su interior.
“Pronto te romperás, hija de Aglaia. Ningún hijo del bien ha soportado jamás tanto como tú el poder de la muerte, pero, tarde o temprano, cederás. Y yo estaré preparado para recoger tu cuerpo”.
-No lo conseguirás, hijo de Set. No me doblegaré ante las fuerzas del Caos. Nunca.
Una risa, terrible como la basta negrura de la muerte que la rodea, resuena y se cuela por sus oídos, donde se instala hasta que no lo aguanta más. Y entonces, comienza a gritar. De pronto, el fuego y la voz se apagan.
-Aún no me has vencido, Érebo. Mi madre me concedió el don de la bondad y, aunque pueda parecer estúpido, no desprecies el poder del bien. Pienso aguantar lo suficiente para vencerte.
Una presencia, vestida con hábitos negros, de la que hasta entonces no ha sido consciente se materializa ante su anonadada vista. La insondable oscuridad que los rodea parece brotar de él.
“Siéntete orgullosa, hija de Aglaia. Has vencido una batalla, pero no la guerra. Pronto, tu héroe en el mundo mortal estará muerto y tú le seguirás. Nada de lo que puedas hacer servirá de nada, así que puedes rendirte ahora o luchar hasta el final en busca de que esta absurda historia llegue a buen término. Tú eliges”.
-No dejaré que te hagas con el poder del Caos ni que conviertas el mundo mortal en tu nuevo reino. No puedes vencer a los tres guardianes al mismo tiempo. No si cuentan con mi poder.
“¿Cómo pretendes llegar hasta ellos? No puedes salir de aquí, y no me vencerás. El poder de los muertos es inconmensurable y tu suerte está echada. El Caos pronto gobernará en la tierra de los vivos. Adiós, la próxima vez que nos veamos, tú estarás muerta y yo tendré el poder del que tanto presumes”.
-Eso no va a ser así, ya lo verás. Encontraré la manera de salir de aquí.
Por última vez, la voz resuena en los campos de los muertos:
“¿Cuándo has escuchado que alguien escape de las garras de la muerte?”.
Los muertos vuelven a cantar y la niebla gris que son, la rodea como dándole la bienvenida a su nuevo hogar.
Apretando los dientes, Claudia hace oídos sordos a la canción de los caídos y camina. Camina sin rumbo hacia la oscuridad.


domingo, 30 de marzo de 2014

Capítulo 3. Fraternidad

Brine está de un extraño buen humor, teniendo en cuenta que la noche anterior alguien había robado en su alcoba y que le había dejado fuera de combate. Aun así, con una sonrisa en los labios, se dirige a un local un poco cochambroso, situado en las afueras de la ciudad.
Va vestido con sencillez, pero aun así su ropa destaca como una hoguera en la noche rodeada por tanta miseria. Se mueve por callejones oscuros, situados entre altas casas que se inclinan peligrosamente una hacia otra tapando toda la luz que pudiera llegar. Cuando sale de la calleja, llega a una plaza llena de chabolas creadas con todo tipo de desperdicios. Con la cabeza gacha, el antiguo mayordomo trata de pasar desapercibido mientras atraviesa la concurrida plaza, pero no lo consigue. Pronto, un grupo de pilluelos comienza a seguirlo, aunque no se preocupa realmente por ello, mientras la gente lo mira fijamente y hasta dirigen algún improperio dirigido hacia el asustado mayordomo.
Cuando llega a la calle, ligeramente más limpia que las que se encuentran a su alrededor, se da cuenta de que el grupo de chavales le está dando alcance. Echa a correr y, cuando cree que les ha sacado suficiente ventaja, se interna en un callejón. El grupo pasa por delante de la boca calle sin darse cuenta de que han perdido a su víctima.
Brine suspira aliviado y es entonces cuando se da cuenta de que está frente a su destino: un destartalado edificio que, sin duda, ha conocido mejores tiempos. A pesar de las malas condiciones en las que se encuentra, el edificio está sólidamente construido y se puede entrever en sus paredes la magnificencia que un día desprendió.
Brine palmea su costado con nerviosismo, palpando la bolsa que cuelga de su cinturón. La bolsa emite un curioso tintineo que hace que Brine mire a su alrededor por si alguien ha escuchado el apetitoso sonido metálico de las monedas que porta.
Se encamina hacia la puerta, agarra la aldaba dorada y llama tres veces. A través de una de las mugrientas ventanas tapadas con cortinas se ve cómo un infantil y pálido rostro le espía. Brine sonríe, ya más relajado, y esboza un gesto con la mano a modo de saludo. El infante se aparta de la ventana y pronto se oye el ruido de la cerradura al girar.
Cuando la puerta se abre, una vaharada de aire cálido y excesivamente perfumado golpea a Brine con fuerza, aturdiendo su olfato momentáneamente.
-Bienvenido, señor Bombouille. Es un placer tenerle de nuevo con nosotros –le saluda la voz aguda del niño-. Hacía mucho que no nos honraba con una visita.
-Es cierto, Pinto –dice el visitante utilizando el apelativo cariñoso con que nombran al niño a causa de sus pecas-. ¿Puedes ocuparte de esto? –pregunta tendiendo su abrigo al menudo niño.
-Sí, por supuesto. Se lo dejaré en la sala pequeña, ¿de acuerdo? –dice mientras desaparece por un arco engalanado con cortinas.
Brine respira profundamente. Mira a su alrededor en parte para serenarse y en parte para observar los cambios que se han obrado en la casa desde su última visita. Las mullidas alfombras que pisa son las misma que la última vez, mismas cortinas de gastado terciopelo rojo y mismos cuadros y estandartes cuelgan de la pared. En el mayor estandarte de todos se puede observar a un apuesto caballero mirando en pose desafiante al observador y sujetando una hermosa rosa roja entre los dientes.
Brine sube por unas gastadas escaleras, hechas con piedra, hasta una habitación que le resulta familiar. Llama a la puerta y pronto recibe respuesta:
-¡Adelante! –un hombre de unos veinticinco o treinta años está tumbado en la cama, a pesar del cargado y caldeado ambiente del lugar. Cuando alza la mirada del enorme libro que está leyendo, una expresión de sorpresa se dibuja en su semblante-. ¡Hermano! ¡Qué alegría verte! Hacía mucho que no venías por aquí.
-Sí, Felt, lo siento. He estado bastante ocupado últimamente. Tengo muchas cosas que contarte. Pero lo primero es lo primero: aquí tienes el dinero que he podido reunir esta temporada. Hay más de lo habitual, pero quizá no pueda conseguir más durante algún tiempo.
-No pasa nada, es más de lo que cualquier otro hermano habría hecho por alguien con mi oficio. De todas formas, para tu tranquilidad, últimamente estoy mejor. Creo que por fin empieza a tener efecto el tratamiento. De hecho, ya he vuelto a atender a algunos clientes, aunque –añade al ver la horrorizada expresión de su hermano- solo a los que piden compañía.
-No me gusta que trabajes en este prostíbulo. Me parece denigrante. Podrías ser lo que quisieras en la vida, pero has elegido esto. Incluso rechazaste la oportunidad de trabajar conmigo en casa de la señorita Guillard. Nunca he entendido por qué lo hiciste.
-No había sitio para el hermano pequeño en esa casa. Además, me gusta esto y me siento bien haciéndolo. Pero cuéntame qué es eso que te preocupa.
Después de referirle todo lo que le ha sucedido durante los últimos días, Brine acaba con la frase:
-Para encontrar a Claudia, voy a necesitar la ayuda del detective Dislarck.
-¿Cómo piensas pagarle? Por lo que cuentan, tiene unos honorarios muy elevados. Pero es buena gente, de vez en cuando viene por aquí a hacernos una “visita”.
-Sí, lo sé. Pero no voy a hacerlo, pagarle me refiero,  cuando le conté la historia se interesó tanto que hasta me ha invitado a quedarme a su casa. Lo malo es que él cree que soy como tú porque me ha visto por aquí alguna vez, y creo que por eso me ha dejado alojarme en su casa. El otro día hasta me hizo una… proposición.
A punto de reventar de risa, su hermano le contesta:
-Bueno, siempre puedes hacerle algún “favor” a cambio de sus servicios. ¿No me decías antes que querías que trabajásemos juntos? Pues así ya tendríamos la misma profesión.
-Te crees muy gracioso, ¿verdad? –dice el ex mayordomo mientras dirige una mirada furibunda contra su hermano-. Te vas a enterar.
Los dos hermanos se enzarzan en una pelea que acaba con el mayordomo sentado encima de su hermano.
-Por eso me gusta venir aquí, haces que se me olviden todas las preocupaciones, aunque sea solo por un rato.
-Para eso estamos los hermanos.
Justo en ese momento, una violenta tos se apodera de Felt, convulsionando su cuerpo y haciendo que Brine dé con el suyo en el suelo. Cuando el ataque termina, Felt se levanta a por un poco de agua, que escupe en una jofaina, dejándola ligeramente tintada de rosa.
-¿Estás bien?
-Vete, por favor. Sabes que odio que me veas así.
Apenado, Brine se dirige a la puerta y, tras cruzarla, cierra a sus espaldas. Escucha, por encima de los ruidos del burdel, el llanto quedo de su hermano y una lágrima comienza su descenso por la mejilla del mayordomo mientras recuerda…
-¿Se va a poner bien, doctor?
-Mira, Brine. Voy a serte sincero: tiene muy mala pinta. Calculo que sobreviva durante uno o dos meses más. Te voy a recetar, sin embargo, estas pastillas que quizá funcionen. Tienen más o menos un cincuenta por ciento de posibilidades de curarlo, pero si lo consiguen, será para toda su vida. Si sobrevive a estos meses que vienen… probablemente se cure. Pero te advierto que hasta que eso suceda, si sucede, va a ser una época terrible.
Entregándole una bolsa con pastillas, el médico le dice:
-Que se tome una con cada comida. Cuando esas se acaben, pueden comprar más en esta dirección –indica mientras saca una tarjeta con una dirección escrita y la deposita en la palma abierta del mayordomo.
-Muchas gracias por todo, doctor.
Cuando el médico se ha alejado, Brine respira profundamente y entra a la habitación con una sonrisa:
-Buenas noticias, el médico dice que te vas a poner bien pero que debes tomar estas pastillas para acelerar el proceso.
-Odio las medicinas, ya lo sabes –dice Felt mientras pone una expresión angustiada.
-Pero has de tomártelas, y punto.
Una nueva lágrima rueda por la mejilla del mayordomo mientras salta a otro recuerdo, más reciente.
Felt se convulsiona sobre una jofaina con agua. La violenta tos hace temblar su cuerpo enfebrecido. El agua, transparente al principio, está ahora teñida de color rojo intenso.
-¡Vete! –dice entre toses- ¡fuera de aquí! Que nadie entre, que nadie me vea así. Debemos mantener esto en secreto o me echarán. Por favor, hermano, guarda el secreto. Por mí.
-Está bien, pero comprométete a que no vas a atender a ningún cliente más hasta que te recuperes.
-Te lo prometo. Y ahora vete, por favor. No quiero que nadie me vea así y mucho menos tú.
Dando rienda suelta a su impotencia, Brine rompe a llorar pero cuando escucha un ruido a su espalda se enjuga discretamente las lágrimas.
-Bueno, hermano. Ya estoy mejor. Estoy seguro de que tienes muchas cosas que hacer, así que te acompañaré a la puerta, ¿de acuerdo? –le pregunta con una amplia sonrisa en su rostro.
Sin embargo, Brine no se fija en la sonrisa, sino en la sangre que ha quedado depositada en los dientes de su hermano.

Tras despedirse, Brine mira al cielo. Por la cantidad de luz, calcula que ya puede volver a casa. Comienza a pasear, ahora más tranquilo debido a que se ha quitado el peso de las monedas.
Trata de no pensar en su hermano, pero una y otra vez le viene a la cabeza la imagen de Felt inclinado sobre el agua turbia y sanguinolenta. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Brine aparta esos pensamientos de su mente y trata de pensar en otras cosas.
Pronto, sus pensamientos vuelan hasta Érebo y el robo sufrido la noche anterior. Piensa en qué podría contener la carta que fuera tan importante como para entrar en la casa de su anfitrión. Se pregunta, además, cómo consiguió entrar, pues sin duda la puerta debía de estar cerrada con llave.
En estas cábalas, Brine no se da cuenta de que ha llegado a una parte más limpia de la ciudad hasta que tropieza con una piedra un poco suelta del pavimento, lo que causa su regreso inmediato a la realidad.
Un guardia le está mirando fijamente, con el ceño fruncido en señal de concentración. Brine, ignorante de que la policía está buscándolo, sigue andando tranquilamente. Pronto, sin embargo, se da cuenta de que el guardia le sigue a cierta distancia pero sin perderle nunca de vista.
Tratando de despistarle, Brine toma atajos, gira en dirección opuesta a la que le convendría, acelera el paso y, en definitiva, hace lo que puede para tratar de entorpecer el seguimiento. Cuando se está acercando ya a casa del detective y cree que ha despistado al guardia, este reaparece detrás de él, más cerca que antes.
En un intento desesperado de librarse de su perseguidor, Brine se interna en un callejón que conoce bien. Corre hacia el fondo, donde parece haber una pared sólida. Sin dificultad, Brine la escala.
Esa pared tiene un truco que, afortunadamente, Brine aprendió en su juventud: cuando se mira, parece ser una pared sólida y lisa pero, cuando se trata de escalarla se nota rápidamente que, aplicando una ligera presión sobre la superficie, esta puede amoldarse. Así, se facilita la ascensión posibilitando el dar esquinazo a los perseguidores.
Suspirando aliviado, Brine se encamina más tranquilo hacia la mansión que le sirve como residencia. Cuando se encuentra tan solo a unos cien metros de distancia, se encuentra al ama de llaves del detective que le dice:
-Ni se le ocurra entrar en la casa. Está llena de policías.
-¿Y qué? Eso es lo que queríamos: la ayuda de la policía.
-Calle y escuche. Le están buscando a usted. Han descubierto pruebas de que ha sido usted el artífice del asesinato de la señorita Guillard, por eso no puede entrar. Debe irse a otro sitio. El señor me ha pedido que le diga que puede ir al apartamento que tiene en las afueras. Aquí tiene la llave y la dirección –dice el ama de llaves mientras le tiene una enorme llave y un papel con unos garabatos escritos a toda velocidad-. Le avisará cuando sea seguro que vuelva aquí.
-Es una estupidez eso de que yo he matado a Claudia. Ahora mismo voy a hablar con los agentes para aclarar este entuerto.
Haciendo caso omiso de las protestas del ama de llaves, Brine se dirige con aplomo a la puerta de la mansión. Golpea la puerta fuertemente con el puño hasta que le abren.
Uno de los sirvientes de Lorriend abre la puerta y esboza una expresión de terror. Trata de hacer gestos para indicar a Brine que se marche, pero este, ignorándolo, se abre camino hasta la pequeña y acogedora sala de estar.
Salen del interior de la estancia voces, aunque no son lo suficientemente altas como para entender lo que están diciendo. Con un suspiro, preparándose para una discusión, Brine abre la puerta. Todos los comensales que están en la estancia se giran, para ver quién es el que entra sin llamar, con una sonrisa que se congela en sus rostros al ver a Brine.
Brine reconoce al capitán Gaminié y a Lorriend pero no tiene ni idea de quiénes pueden ser los otros dos hombres. Sin duda son subalternos del capitán, que se quedan rígidos en sus posiciones, esperando una orden.
Cuando Brine mira a Lorriend, observa cómo la afable sonrisa que había pintada en su rostro se torna en un rictus de congoja ante su aparición. Ve, también, cómo gesticula con los labios, aunque no logra comprender qué es lo que intenta decirle.
-¡DETENEDLE! –grita el capitán.
Es entonces cuando sus hombres saltan hacia el intruso y, en un momento, Brine se encuentra inmovilizado contra el suelo y con una rodilla presionando su espalda.
-¡Guardias! ¡Guardias! –se escucha gritar al capitán-.
Un tropel de pasos se escucha en la distancia, haciendo temblar levemente el suelo contra el que Brine tiene apoyada la mejilla. Cuando penetran por la entrada a la habitación, los guardias se quedan quietos observando la estrafalaria escena.
-¿Qué hacéis ahí parados? Lleváoslo a comisaría –ordena el capitán.
Rápidamente, sus hombres obedecen. Forman un círculo en torno al mayordomo para impedir que escape. Arrastrando los pies y con la cabeza gacha, Brine piensa cómo va a librarse de ese embrollo.
Una vez en la comisaría, encierran a Brine en una celda individual que cuenta tan solo con un catre, un orinal y una jarra de agua. Con el ánimo por los suelos, Brine se sienta en el catre. Ahora, al menos, tendrá mucho tiempo para pensar cómo escapar de allí.

Rondando su mente esos pensamientos, no se da cuenta de que, en la sombra de la habitación, una sonrisa fantasmal nace bajo una capucha negra.

lunes, 17 de marzo de 2014

Capítulo 2. Un regalo de Oniria

El mayordomo se queda parado, con el atizador en la mano. Mira en derredor, buscando una salida o, al menos, un escondite. Se dirige hacia la ventana, pero está demasiado alta como para plantearse siquiera saltar. Se escucha el ruido de la puerta al abrirse y, a la desesperada, Brine se lanza bajo la cama raudamente.
Se extiende por la habitación un olor a putrefacción que satura el olfato de Brine. Se ve, bajo los faldones de la cama, el dobladillo de una toga negra. Al no oír ninguna clase de pasos, el mayordomo se convence de que en verdad es Érebo quien se ha colado en su habitación. En ese momento, se da cuenta de que aún no ha soltado el atizador de la chimenea y lo agarra con más fuerza. Se dispone a salir de debajo de la cama cuando el lento deslizar del intruso se detiene justo en frente de donde el asustado espía se encuentra.
Brine se da cuenta de que se desplaza de nuevo, pero esta vez hacia la cama. Retrocede un poco, pero sus pies chocan con el cabecero. Cuando se está armando de valor para salir, el ser vuelve a detenerse. Más deprisa de lo que Brine cree posible, el ente se agacha y deja su cabeza apoyada en el suelo, entreviendo a Brine por el resquicio que queda entre los faldones de la cama y el suelo. Alza la tela e introduce su cabeza por el hueco. El olor se intensifica y está a punto de hacer vomitar a Brine, que a duras penas logra refrenarlo. El ser introduce una mano y la va acercando a su cabeza. Agarra la capucha y tira lentamente de ella hacia atrás. La visión que queda al descubierto provoca que un grito nazca en la garganta del mayordomo, pero muere antes de poder salir por su boca. El ser se retira de debajo de la cama y prosigue con su misteriosa labor, escudriñando todo lo que hay a su alrededor. El mayordomo no le molestará más por esa noche.

El mayordomo se siente flotando en la negrura de su inconsciencia. Recuerda cosas que creía olvidadas. Cosas que podrían ser vitales para desentrañar el misterio de la muerte de Claudia. Trata de permanecer en ese estado para conseguir más información, pero una fuerza mayor que su voluntad le arrastra de nuevo hacia el mundo real.

-Despierta, Brine. ¿Estás bien? –dice el Lorriend mientras abofetea ligeramente las mejillas del mayordomo.
-Sí, sí –responde el interpelado, confuso y desorientado-. ¿Qué ha pasado? Recuerdo meterme bajo la cama porque había alguien en la habitación.
-Ya lo creo que había alguien. O tal vez sería mejor decir algo, porque lo que fuera que se coló en esta habitación, no era humano –dice el detective mientras mira a su alrededor-.
Brine le imita y descubre que la habitación está patas arriba. Sillas volcadas, cojines y cortinas rasgados, cuadros rotos, libros tirados por el suelo y deshojados. Se levanta raudo cuando una sospecha cruza su mente. Atraviesa la habitación y empieza a buscar frenéticamente por los cajones del escritorio. Tras unos minutos, se dirige hacia las estanterías y empieza a buscar entre las hojas de los pocos libros que quedan. Todos le miran extrañados, pensando que ha perdido el juicio.
Con la mirada enfebrecida, el mayordomo se da la vuelta y, respirando agitadamente, comienza a buscar bajo la cama. Cuando se levanta sigue igual de alterado, pero ahora consigue controlarse lo suficiente como para articular:
-Se lo ha… llevado –afirma entre resuellos.
-¿El qué? ¿Qué se ha llevado?
-La carta de la señorita Guillard en la que me decía que hablara con usted.
-¿Por qué iba a arriesgarse tanto para conseguir una carta con tan solo un par de líneas escritas?
-Tú eres el detective, así que contesta tú.
-De acuerdo. Puede que no considerase esta intromisión como un riesgo real o bien que la carta sea más importante de lo que pensábamos. Puede que llevara algún mensaje oculto. Sinceramente, estoy sorprendido. Es la primera vez que no tengo ni idea de lo que ha ocurrido en la escena de un crimen. Es necesario que denunciemos esto a la policía. Ellos tienen más recursos que yo para averiguar quién es el que ha perpetrado el robo. Debemos ponernos de acuerdo para que nuestra versión concuerde. ¿Le parece bien que vayamos al salón a discutirlo? Allí al menos no nos congelaremos.
-Está bien. Pero déjeme antes recoger este destrozo.
-Deje que se ocupe el servicio.
Tras una breve discusión sobre si era apropiado que Brine, en su calidad de invitado, mantuviera en perfectas condiciones sus estancias, se dirigieron ambos hombres a la sala que ocuparan tras la cena de esa noche. Una vez aposentados allí, Lorriend descorcha una botella de vino y comienza la plática:
-La policía se va a extrañar de que usted haya sufrido dos percances tan notables en tan poco tiempo. Por eso, creo que es mejor que vaya yo solo y ponga la demanda y que finjamos que usted se iba a comenzar a hospedar aquí esta tarde. ¿Le parece bien?
-Totalmente de acuerdo. Pero ahora explíqueme, ¿qué ha pasado? ¿Cómo se han dado cuenta de lo que estaba ocurriendo?
-Realmente es muy sencillo. El ama de llaves se levantó para ir a las cocinas a por un vaso de agua y, al ver luz en su habitación, se extrañó por lo tardío de la hora. Cuando se asomó, vio una pierna asomando por debajo de la cama y, como es lógico, se asustó y gritó. Así consiguió que nos despertáramos todos y acudiéramos prontamente a ver qué había causado ese escándalo.
-Entiendo. Pero ¿cómo es que no oísteis el ruido que debió hacer Érebo, pues estoy seguro de que era él, cuando estaba desmantelando la habitación?
-Ese es otro misterio que probablemente quede sin respuesta.
Tras discutir unas cuantas menudencias más, Brine se despide y se dirige a los nuevos aposentos que le ha asignado el detective Dislarck. No son ni tan amplios ni tan lujosos como los que tenía antes, pero Brine se siente más cómodo sin estar rodeado de tanta opulencia.
Pensando en lo que le va a costar conciliar el sueño, el mayordomo se mete entre las sábanas y se queda mirando el techo hasta que, por segunda vez esa noche, la negrura invade su mente. Justo en ese momento, el reloj da la quinta campanada y es este ruido el que desencadena una serie de recuerdos en la mente de Brine que se presentan ante él como visiones oníricas.
Un campo verde se extiende en todas direcciones. Brine gira sobre sí mismo y, cuando se detiene mareado, echa a correr hacia lo que él considera el este. Corre varios minutos, hasta que se queda sin resuello y se detiene a descansar. Un límpido arroyo se materializa a su lado. Una vez saciada su sed, el mayordomo toma conciencia de que está en un sueño, muy vívido pero un sueño al fin y al cabo. Y con la seguridad que proporciona saber que nadie puede dañarte, se adentra en su subconsciente en busca de su más profundo yo.
Una habitación cálida aparece a su alrededor. A pesar de que no hay una sola fuente de luz, Brine puede ver perfectamente. Una mesa se materializa repentinamente. Brine se dirige hacia ella y ve que hay un libro cerrado en su superficie. Con cuidado, lo tantea y lo gira para que quede en la posición correcta frente a él.
Cavilando aún si lo abre o no, una espectral ráfaga de viento hace pasar las páginas a una velocidad de vértigo hasta que bruscamente paran. Entonces Brine puede ver que ese libro es en verdad el diario que tenía cuando era niño y en el que anotaba todo lo que le ocurría y lo que aprendía. Una nota en la parte superior de la página afirma que se trata de un texto que se escribió veinte años atrás.
Con curiosidad, Brine comienza la lectura: “hoy Madre me ha dicho que mi futuro es servir a la señorita Guillard. A mí no me importa, porque siempre me ha tratado muy bien. Madre también me ha dicho que mi deber va a ser protegerla, con mi vida si es necesario, pero que es poco probable que tenga que sacrificar tanto por la familia Guillard. Dice que cuando la oscuridad llegue y vea su cara de frente, empezaré a despertar y que solo entonces tendré las armas para recuperar a Claudia del territorio de la muerte. Me parece a mí que este es una metáfora, pero no alcanzo a comprenderla. A Madre siempre le ha gustado hablar con símiles, así que no me lo tomo muy en serio”.
Parando la lectura, Brine recuerda sus estudios de latín en el colegio. Érebo quiere decir oscuridad y cuando el ser se quitó la capucha, le vio la cara de frente. Entonces esta visión debe de ser su despertar. Ya no sabe qué puede esperar. No sabe si va a desarrollar habilidades especiales o no. Solo sabe que su deber es rescatar a Claudia y que, obviamente, debe haber alguna manera de conseguirlo.
Se oye por encima del temprano murmullo de la ciudad el cantar de un gallo. Brine se sienta en la cama y se despereza con ligereza. Se pone en pie de un salto y se calza sus zapatillas. Baja las escaleras de buen humor, agradeciendo la buena noche de descanso que ha pasado. Ha sido un regalo bien recibido, ya que no esperaba poder siquiera conciliar el sueño.
Lorriend le está esperando abajo en el comedor, leyendo un periódico que se interpone entre él y Brine, y que solo baja para llevarse la taza de café a los labios. Cuando finaliza el desayuno, Lorriend dice:
-Voy a ir ahora a la policía. Será mejor que esta mañana no aparezca usted por aquí, ya que vendrán a buscar huellas y pistas. Su habitación, sin embargo, la he tenido que limpiar para que no lo relacionen con el suceso.
-Está bien. Saldré a realizar unas gestiones. Será mejor que vaya a vestirme. Si me disculpa…
Lorriend ve cómo su nuevo compañero se aleja en dirección a las escaleras. Sacude la cabeza y piensa en los sucesos tan raros que están viviendo. Si se lo preguntaran, lo negaría pero para sí mismo admite que la noche anterior tuvo miedo. Miedo de que alguien se pudiera colar en su propiedad como si nada, miedo por su vida y por la de todos sus empleados y, por qué no admitirlo también, tuvo miedo por el hombre que ahora está subiendo las escaleras.
A pesar de su fortuna, o quizá debido a ella, Lorriend no cuenta con demasiados amigos pero los que tiene los valora y los cuida. Y quiere creer que Brine y él son amigos, quizá incluso algo más con el tiempo…
Sacudiendo la cabeza de nuevo, aleja de sí esos pensamientos más propios de adolescentes con la cabeza llena de pájaros que de hombres maduros y responsables. Se levanta de la silla y hace sonar una campanilla para llamar al servicio y que acuda a limpiar el comedor. Se dirige a la escalera que acaba de subir Brine pero, al llegar al pasillo de arriba, se encamina hacia el lado contrario al que ha tomado su invitado.
Cuando llega a su alcoba, la más grande y lujosa de toda la casa, se desviste con parsimonia y se dirige hacia su vestidor para elegir un traje apropiado para ir a comisaría. Tras descartar unos cuantos por ser o bien demasiado opulentos o bien demasiado informales, se viste con un traje sencillo de dos piezas. Escoge un pañuelo que combine apropiadamente con el traje y se encamina hacia el recibidor. Allí se vuelve a cruzar con Brine, que le esquiva la mirada. Sonriendo, el detective coge un bastón del paragüero que está junto a la puerta y se encamina al exterior.
La luz solar golpea su rostro aún sonriente, dejándole momentáneamente deslumbrado. Cuando su vista se acostumbra a la cantidad de luz, se aleja caminando con paso tranquilo hacia la comisaría. Nadie diría que va a poner una denuncia por un robo perpetrado en su casa. Más bien parece que esté dando un paseo matinal para despejar la mente y estirar las piernas.
Cuando gira una esquina, se encuentra de frente con su amigo el capitán Gaminié.
-Buenos días, capitán.
-Buenos días. ¿A dónde va usted tan temprano?
-A la comisaría, a poner una denuncia. Anoche robaron en mi casa.
-¿En su casa? ¿Cómo es posible?
-No tengo ni idea. Por eso acudo a la policía. ¿Y usted, a dónde va?
-Yo también me dirijo a la comisaría. Si quiere, vamos juntos y, cuando lleguemos, agilizaré el proceso de la denuncia.
-Se lo agradezco mucho.
-Es un placer. Además, no me cuesta nada ayudarle, y mucho menos con un problema tan grave como es el suyo.
-Se lo agradezco mucho, de verdad.
Juntos, detective y capitán se encaminan hacia la comisaría, que queda ya cerca. Por el camino, el capitán comenta cosas que él considera sin importancia:
-Ayer vino a la comisaría un mayordomo a denunciar la desaparición de su señora. Era su vecina, la señorita Guillard. Pues bien, el caso es que fuimos a su casa y nos encontramos en mitad de la sala de estar un enorme charco de sangre y por todas partes pisadas y huellas que, casualmente coinciden con las del mayordomo. Todos coincidieron en que el mayordomo era culpable, pero hasta ahora hemos sido incapaces de encontrarlo. ¿Usted sabe algo? Lo digo porque es vecino suyo y quizá haya observado alguna conducta extraña.
-No, la verdad es que no he notado nada. Pero estaré atento, por si veo algo.
-Se lo agradezco en nombre del departamento de policía. Bueno, ya estamos aquí. Procedamos con la denuncia –dice mientras entran por las puertas de la comisaría.

Una hora más tarde, Lorriend sale de allí con dos guardias siguiéndole para ir en busca de pruebas a su casa. Si hubieran prestado atención, se habrían dado cuenta de que un ser pálido y extraño, vestido enteramente de negro, les seguía a cierta distancia, vigilando constantemente sus movimientos.

lunes, 27 de enero de 2014

Capítulo 1. Secretos.

-Señor Dislarck, la señorita Guillard ha sido asesinada y he perdido su cadáver. No, así va a creer que estoy tomándole el pelo…
»Lorriend, necesito su ayuda. Ayer por la noche, cuando me oyó gritar, no fue porque me hubiera quemado. Fue porque encontré a la señorita Guillard muerta en su habitación. Y encontré esto –dice mientras aprieta un documento, enrollado, en su puño-. Sí, creo que voy a decir eso.
El señor Bombouille se dispone a llamar a la puerta cuando esta se abre y se encuentra de frente con un Lorriend todavía en pijama y bata, incluso con el gorro de dormir todavía puesto.
-Oh, señor Bombouille. ¿Quería usted algo?
-Em… sí, detective. Me gustaría contarle unos sucesos acaecidos ayer por la noche, si tiene usted un momento.
-Por supuesto que tengo un momento, siempre que sea solo uno –dice con una sonrisa-. Pase, por favor.
El mayordomo, engalanado con su mejor traje, sigue a un detective que tiene un aire somnoliento, posiblemente potenciado por el balanceo de la borla de su gorro de dormir. Cuando atraviesan el umbral de la puerta, el señor Bombouille se queda ligeramente desorientado por el repentino cambio en la cantidad de luz. Esta pausa le permite observar la habitación, cuando sus ojos se habitúan a la suave penumbra: es una habitación espaciosa, con un suelo de piedra cubierto por una lujosa alfombra y un techo alto del que cuelga una preciosa lámpara de araña con cientos de colgantes del más puro cristal. Cubriendo las paredes hay unos hermosos cuadros que escenifican diversas escenas del Antiguo Testamento, así como unos tapices con el blasón de la familia Dislarck. Por lo demás, la estancia no destaca por su opulencia: no hay más que un perchero del que cuelgan varios sombreros y capas y una gran cómoda. El señor Bombouille supone que es una especie de mueble bar o, al menos una parte, lo es.
-Sígame, por favor, Brine. Hay que subir las escaleras, así que tenga cuidado que están limpiándolas y quizá estén resbaladizas.
-Descuide, Lorriend. Tengo experiencia con fregar escaleras –murmura el mayordomo con nerviosismo.
El tranquilo detective, con su bata ondeando tras él, sube pausadamente con un cada vez más impaciente Brine pisándole los talones. Cuando llegaron a la estancia a la que se dirigían, Brine se detuvo con una expresión de perplejidad, dejando de lado por un momento el preocupante tema que lo llevaba allí.
Estaban en una habitación que no destacaba por su tamaño pero sí por su decoración. Aunque a primera vista pudiera parecer relativamente austera, para los entrenados ojos del mayordomo, era evidente que la decoración debería estar en un museo. Allí había monedas, jarrones, lámparas de pie y de mesita, sillas, mesas, cómodas, secréteres y demás mobiliario, todo ello dataría de, por lo menos unos doscientos años de antigüedad y estaba prácticamente intacto. También había tapices, alfombras y blasones similares a los del recibidor pero con un color más desvaído, como si fueran más antiguos.
Un discreto carraspeo por parte de Lorriend sacó al visitante de su escrutinio de la estancia. Volviendo a la realidad que le ocupaba, Brine se dispuso a comenzar su historia pero, antes de que pudiera siquiera tomar aire para comenzar, fue interrumpido por un golpeteo en la puerta.
-Adelante –dijo el señor de la casa. Cuando la puerta estuvo abierta, se pudo ver a una hermosa joven cargando con una bandeja de plata con un juego de té sobre ella-. Ah, Larisse, pasa. Puedes dejar el té en esa mesita de allá.
Larisse, sin decir una palabra, dejó el juego de té, lo sirvió y se marchó dejando a los dos hombres mirando la puerta, de nuevo cerrada.
-Bueno, creo que ya hemos tenido suficientes interrupciones. Si no le molesta que me tome el té mientras habla, puede comenzar a narrar la realidad de lo que pasó anoche.
-¿Cómo dice? –Brine parece estupefacto por lo que acaba de oír-. ¿Cómo sabe a qué he venido?
-Bueno, uno no se convierte en el mejor detective de la ciudad y, si me lo permite, de la comarca, dejando que se le escapen cosas tan elementales como su nerviosismo y que no sabía cómo comenzar esta conversación. Si a eso se le añade que su excusa de ayer no resultaba demasiado creíble, ya tenemos la combinación perfecta para una visita inesperada y una explicación de lo que ocurrió ayer. Pero no quiero aburrirle, así que comience el relato, por favor.
-Está bien –el mayordomo coge aire antes de empezar-. Bueno, como sabe en la casa de la señorita Guillard siempre han ocurrido cosas extrañas desde que su familia, en época de su abuela, se mudó allí. Una de esas cosas extrañas pasó ayer: recibí una generosa cantidad de dinero por dejar entrar a un desconocido a la casa. En teoría no tendría que haber habido ningún herido, pero el caso es que a las pocas horas, cuando el individuo ya se había marchado, subí para llevarle la cena a Claudia. Cuando llegué a su habitación estaba muerta y la sangre, que comenzaba a coagularse, revelaba que su muerte había sucedido varias horas atrás. Ese fue el grito que usted escuchó, cuando descubrí el cadáver de la señorita Guillard. Cuando usted se fue, recogí la sangre lo mejor que pude, levanté el cuerpo y lo metí en un carruaje. Lo llevé al cementerio y allí, tratando de enterrar el ataúd en que estaba el cuerpo de la señorita Guillar, tuve un pequeño accidente y la caja quedó abierta, pero dentro solo estaba esto –dice, sacando de su manga el pergamino enrollado de la noche anterior y pasándoselo al detective, que lo coge con cautela-. Cuando vi que el cuerpo no estaba, volví inmediatamente a la casa.
-Bueno, si no le molesta tengo unas preguntas que hacerle –dice Lorriend, después de darle un largo trago a su té-. ¿Puedo ofrecerle algo que le ayude a relajarse?
-Un té estaría bien.
El detective alcanza una taza y sirve de la tetera, envuelta en una servilleta para conservar el calor, un líquido ambarino que expulsa vaharadas de vapor al caldeado ambiente de la habitación. Tras pasarle la taza al mayordomo, comienza el interrogatorio:
-¿Para qué necesitaba usted el dinero, señor Bombouille?
Tras una breve vacilación, el aludido contesta:
-Para ayudar a un familiar que está enfermo.
-¿Qué sabe del hombre que le pagó?
-No mucho. No dejó ver su cara en ningún momento y no dijo su nombre. Solo su alias: Érebo.
-Bueno, ya es algo. ¿Cuánto dinero le pagó?
-Cien libras de oro, ni una más ni una menos.
-Es una gran cantidad –dice el detective, pensando intensamente-. O sea, que buscamos a alguien con grandes recursos económicos que se haga llamar Érebo, aunque dudo que utilice ese nombre públicamente. Quizá ni siquiera lo utilice y lo eligió exclusivamente para que usted no pudiera encontrarlo después. No es mucho, ¿recuerda algo más de él?
-Es… extraño. Tenía una forma de caminar muy peculiar. No movía los pies, iba arrastrándolos por el suelo, sin un solo ruido. También tenía una especie de aura. A su alrededor se sentía frío y miedo. A veces llegaba olor a podredumbre, como el que se encuentra en el bosque en otoño, cuando hablaba. A pesar de que siempre nos encontramos de noche, nunca vi su aliento condensarse. Y su voz –un perceptible estremecimiento recorre a Brine- era como uñas arañando una pizarra, como lija sobre piedra. Te hacía pensar en cosas tristes y espantosas. Además vestía siempre de negro, con una especie de túnica.
-Tratando con un hombre tan siniestro, ¿cómo pudo seguir con su “transacción? –pregunta el detective Dislarck, marcando unas comillas imaginarias en el aire.
-Bueno, yo realmente necesitaba el dinero. Y me prometió que no habría heridos. Si hubiera sabido lo que iba a hacer, nunca lo habría permitido.
-Como fuere, el daño ya está hecho. Pero, ¿por qué cargó el cuerpo de la joven Claudia  para esconderlo?
-¿Quién cree usted que contrataría a un mayordomo sospechoso de asesinato? Porque ambos sabemos que me habrían acusado a mí del homicidio.
-Tiene razón. Continuemos.
Tras unas cuantas preguntas más, y unas cuantas tazas de té también, Brine y Lorriend quedaron en comenzar la investigación de verdad al día siguiente, para que a ambos les diera tiempo a dejar en orden algunos asuntos.
Cuando salió de la enorme mansión, Brine se vio obligado a entrecerrar los ojos para protegerse de la cantidad de luz. Cuando se acostumbró, dirigió sus pasos calle abajo, hacia la comisaría. Entre Lorriend y él, habían decidido que Brine debía denunciar la desaparición de su señora, pero sin contar nada más.
Cuando llegó a la comisaría y comunicó la razón por la que estaba allí, le atendieron enseguida y, cuando terminó de contar la historia que había preparado (que esa mañana, al despertar, como de costumbre había preparado el desayuno para su señora y lo había llevado a su habitación. Al ver la cama hecha, pensó que habría salido temprano a hacer alguna gestión o recado y que volvería pronto. Pero al ver que las horas pasaban y la señora no daba señales de ir a regresar, se comenzó a inquietar. Como no había regresado para la hora de la comida, decidió ir a denunciar su desaparición) juntándola con alguna lágrima suelta, tartamudeos y temblores de manos, el policía que lo atendía le prometió que harían todo lo que pudieran.
Satisfecho por su actuación, Lorriend decide ir a hacer unas compras. Como la casa de Claudia Guillard va a ser investigada, no podrá vivir allí. Por suerte, Lorriend y él ya habían pensado en eso y habían decidido que el mayordomo se quedaría como invitado en la casa del detective.
Como compensación, había pensado en ir en busca de un buen vino y, quizá, algún dulce. Se dirigió hacia la panadería de la esquina, olfateando ya desde lejos el pan recién horneado, los bollos de canela y el intenso aroma de los diferentes pasteles y galletas que tenían en exposición.
Después de un rato de examinar minuciosamente cada una de las piezas que le ofrecían, se decantó por una hermosa tarta de hojaldre con limón, su preferida. Con el paquete bien envuelto, se encaminó a su siguiente destino: la mejor bodega de Emar.
Por el camino se iba fijando en la gente y en las calles con una intensidad que hacía a la gente apartarse de su camino. Se fijó en las fuentes que adornaban cada esquina, en las hermosas estatuas blancas que adornaban cada plaza, en los relieves en las fachadas de los edificios, en los adoquines recalentados por el sol. Imaginaba una historia para cada lugar en que pisaba, para cada sombra que veía, para cada persona que se cruzaba. “Ese es contable, esa ha tenido cuatro hijos, ese va hacia su casa tras una jornada de duro trabajo…” pensaba, después imaginaba cómo se sentiría con su trabajo o con sus hijos. Imaginaba apasionantes vidas, que harían a las mejores novelas de aventuras correr avergonzadas a sus estantes.
Y así, distraído como iba, no se fijó en la fría sombra que lo seguía sin un solo ruido y sin levantar los pies del suelo ni un solo centímetro, haciendo que la gente se lanzara fuera de su camino a toda velocidad por la sensación de extrema maldad que percibía.

Tras abandonar la bodega, ya casi de noche cerrada, se apresuró para llegar a tiempo para su primera cena con su nuevo anfitrión. Con cuidado de no bambolear en exceso la deliciosa tarta, aceleró el paso hasta ir prácticamente trotando.
A medida que la oscuridad descendía sobre la ciudad, una sensación de nerviosismo se acrecentaba en su interior. Comenzó a ver ojos en cada esquina y a sentir el frío escrutinio de las criaturas de la oscuridad. Diciéndose que no eran más que pensamientos oscuros, procuró mantenerse tranquilo, aunque aceleró considerablemente el paso. El bamboleo de la ya descuidada tarta no hizo más que lograr que hacerle aumentar el pase, ya que cada crujido del papel que la envolvía le parecía el siniestro paso de un demonio que lo perseguía. Hasta que no llegó, casi a la carrera, a la puerta de la mansión de Lorriend, no se sintió seguro. Agarró la aldaba de la puerta y llamó tres veces, con demasiada fuerza.
Súbitamente, Brine escuchó un ruido a sus espaldas. Se volvió lentamente, temiendo lo que iba a encontrar. Cuando terminó de darse la vuelta, escrutó la noche. Le pareció ver una sombra escondiéndose tras una esquina, pero la repentina aparición de un pájaro en su campo de visión le convenció de que realmente no había visto nada.
Ese fue el momento que la doncella escogió para abrir la puerta. Observó con avinagrada expresión al mayordomo, que sonreía aliviado. Dejó pasar al mayordomo y le recogió el abrigo. Le informó de que la cena estaría lista diez minutos después y se marchó, haciendo tintinear las llaves que colgaban de su delantal.
El mayordomo se dirigió a las escaleras que subiera esa mañana, ahora cubiertas por una cuidada alfombra en vez del agua jabonosa y resbaladiza. Tomó el pasillo de la izquierda y llegó a una maciza puerta de roble. La atravesó y se encontró en una caldeada habitación suntuosamente decorada. Pesadas cortinas cubrían los grandes ventanales de la estancia. Una enorme chimenea en la que habría cabido de pie de no haber estado encendido el fuego, presidía la estancia arrojando luz y sombras por toda la habitación. Encima de la chimenea había un cuadro a tamaño real de alguien vestido con un uniforme militar, probablemente algún antepasado de Lorriend. Una enorme y mullida cama, tapada por un dosel de terciopelo, estaba pegada a una pared de la habitación enfrente del enorme cuadro. A ambos lados de la cama, suaves y mullidas alfombras daban calidez a la estancia. Otra alfombra, hecha con el pelaje de lo que parecía ser un tigre, se encontraba delante de la chimenea con un cómodo sillón, apoyado sobre patas de madera, encima. A su lado se encontraba una hermosa mesa de caoba, con tallas hechas a mano que representaban diversas escenas de caza, y una gran botella de whisky metida en hielo encima.
Dos puertas daban a otras estancias de los enormes aposentos. Una daba al baño, que tenía una jofaina, un retrete y una bañera de porcelana apoyada sobre patas forjadas en forma de garras. En una pared había una bomba, para sacar agua, y al lado un hornillo de madera donde calentarla. También había un espejo y un armario en el que había navajas, espuma de afeitar, perfumes y cosméticos variados.
La otra puerta, más sólida que la del baño, daba a una enorme estancia, más grande aún que la habitación, que parecía hacer las veces de despacho, sala de estar, biblioteca, comedor y sala de reuniones. Una pared estaba cubierta, desde el suelo hasta el techo, por enormes estanterías que sostenían pesados tomos. Una gigantesca mesa oval se encontraba rodeada por una docena de sillas en medio de la habitación. Una mesa cuadrada, más pequeña,  estaba cubierta por un mantel de lino blanco con platos para seis comensales y una fuente con fruta en el centro. Otra chimenea decoraba una pared. Aunque no era tan grande como la de la habitación, resultaba imponente. Un sofá de cuero estaba enfrente con una mesa de cristal entre el fuego y él. Una enorme vitrina estaba apoyada ahí cerca. En ella se encontraban vajillas, cuberterías y juegos de té y café, así como copas, soperas y recipientes en general.
Había otra estantería, sin embargo, que había escapado a la mirada del mayordomo. En la misma pared de la puerta, se encontraban los objetos más estrambóticos que Brine se podía imaginar: corales, adornos que parecían tribales, bolas de cristal, huesos, piedras y toda clase de objetos.
Dándose cuenta de que los diez minutos casi habían transcurrido, se apresuró a la habitación para cambiarse. Abrió el armario de la ropa, que se encontraba al lado de un biombo para taparse cuando se cambiara, y lo encontró lleno de las más finas prendas de vestir. Sin saber si eran para él o eran de otra persona, se arriesgó a coger una camisa y unos pantalones limpios para, al menos, estar presentable en la cena.
Salió apresuradamente de la habitación, sin olvidarse de la tarta y la botella, y llegó al comedor justo cuando el reloj daba las ocho. Ya estaba allí, sin embargo, Lorriend esperándolo.
-La cena está lista, en cuanto tomes asiento comenzaremos –hizo un ademán hacia el otro extremo de la mesa-.
Sentándose, Brine esperó a que le trajeran el primer plato. Sin embargo, le trajeron un cuenco con olor a limón. Sin saber qué hacer, miró a su anfitrión y sonrió nerviosamente. Cuando vió que era para lavarse las manos, sonrió y le imitó.
Tras retirar el agua, ligeramente oscurecida, le sirvieron una sopa de verduras que estaba realmente deliciosa. Después llegó un espléndido plato de cordero con patatas asadas. A pesar de que la cena era sencilla, Brine pronto quedó saciado por su abundancia. En el momento del postre, mostró la tarta de limón que, sorprendentemente, no había sufrido daño alguno.
-¿Cómo has sabido que esa tarta es mi favorita? –dijo Lorriend, con un tono entre sorprendido y agradado.
-No lo sabía –contestó Brine-, pero a todo el mundo le suele gustar y es, además, mi favorita también.
Entre los dos dieron buena cuenta de la tarta, que estaba realmente rica. Cuando acabaron, se dirigieron a la sala del piso inferior. Era bastante pequeña en relación a otras salas de la casa, pero era realmente acogedora con un alegre fuego en la chimenea y un par de cómodas butacas. Se sentaron y descorcharon el vino que había traído Brine. Comenzaron a charlar de todo, hasta que la conversación tomó derroteros que podrían ser peligrosos para ambos hombres:
-Bueno, Brien. ¿Cómo es que nunca te has casado?
-No he encontrado a la persona adecuada, supongo –la verdad era bastante más complicada, pero aún no tenía la suficiente confianza con el señor de la casa como para contárselo-. ¿Y usted?
-Nunca me he sentido atraído por las mujeres –confiesa con desparpajo el detective-. Mis inclinaciones son más… varoniles.
Aunque está esbozando una sonrisa, la lasciva mirada que envía al mayordomo hace que este se ponga en guardia.
-¿Qué quiere decir? ¿Es usted un doncel?
-Oh, por supuesto que lo soy. Todos los rumores sobre ese teme acerca de mí son ciertos. Hace años que decidí dejar de esconder lo que soy. Y sé que usted también lo es: le he visto varias veces en la casa de citas que los hombres como nosotros frecuentamos.
-Oh… Bueno, en ese caso no deberé esconderme más. Pero pasemos a otro tema –dice con evidente incomodidad Brine-. Mañana a primera hora iré a la casa de la señorita Guillard para recoger algunos de sus papeles, por si pueden ayudarnos con la investigación ¿Le parece bien? –el mayordomo vuelve deliberadamente al tratamiento de usted, intentando poner distancia entre el detective y él mismo.
-Por mí, perfecto. Pero procure que no le vea la policía. Después vuelva aquí y leeremos juntos esos documentos, a ver qué encontramos. Quién sabe, quizá encontremos las cartas que Claudia mencionaba en su nota.
Tras un corto periodo de charla insulsa, el mayordomo se retiró a su habitación aduciendo cansancio. Antes de irse, sin embargo, se acordó de un detalle:
-Señor Dislarck, ¿la ropa del armario es para mí?
-Por supuesto que lo es. ¿De qué iba a tener yo, si no, un armario entero lleno de ropa y zapatos de su talla?
-Pues muchas gracias. Por la ropa y por el whisky. Buenas noches.
El mayordomo se movió por el poco iluminado pasillo hasta su puerta. Cuando entro, cerró la puerta tras de sí. Pensando intensamente, se desnudó y se acomodó en la cama, entre los almohadones. Pensó en lo que había pasado a lo largo del día y en cómo había terminado.

Por esos derroteros corría su mente cuando un golpe resonó por toda la casa. De un salto se levantó y se dirigió a la puerta tras coger el atizador de la chimenea. Entonces el pomo de la puerta comenzó a girar.